domingo, 9 de agosto de 2020

NIÑOS DEL SILENCIO

 

El día gris me transporta a través de una lágrima.

Por su transparencia veo rostros tristes:

hay una gran mueca en la ciudad.


En esta larga noche me quedo dormido

para soñar que cabalgo

como un tsunami que arrastra la decadencia

de este tiempo agónico.


No puedo soportar que trituren la sonrisa.


Me despedazo las manos y los labios,

mientras siguen muriendo a montones

los niños de la tristeza.


Yo clamo con las voces

que se perdieron sin ser escuchadas.

Abogo por todos los niños de la tierra,

los huérfanos de la tierra;

los ancianos de la tierra,

las mujeres de la tierra,

los hombres de la tierra,

lo que ama el hombre de la tierra.


Llamo a filas a los nuevos heraldos

de la esperanza: los que están y los que se fueron.

Los convoco a fundir los puñales

que no se han clavado sobre el pecho del inocente.


Os digo que amo la vida que se desborda

en la sonrisa de un perro

o el pantalón de cuero de una tortuga en celo.


Quiero las hormigas, las mariposas, las pequeñas arañas,

el pequeño lagarto huidizo sobre las paredes;

trotar sobre la tersura de una hoja seca en otoño,

desparramarme en la cálida leche de las madres

y que ningún pequeño muera de inanición en el planeta.


Escuchen: por las madres valdría la pena construir

un espacio pequeño como la vía láctea.

Ninguna galaxia es suficiente

para albergar el amor.


Quiero respirar sin miedo y recuperar la inocencia,

sonreír con las cosas diminutas.

Amo la minucia de una gota de rocío

que me moje los dedos sin pedirme permiso.


Ojalá pudiera levantarme un día

con la certeza de que todo está bien,

que puedo abrir las puertas y salir

y caminar sin esconderme;

tener la posibilidad de volar un papagayo

con los niños de un horizonte de esperanza,

que, afortunadamente, es lo que siempre nos queda.


Eso quiero.


Oscar Perdomo Marín


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