Se me antoja en el alma escribirte un verso
y decirte, Atalaya Forestal de los Samarios,
que el grosor de tu tronco centenario
es objeto de miles comentarios.
Como un gigante verde te levantas a los cielos
y viéndote, en tal fascinación caí,
que hoy inspira el poeta que hay en mí,
para decirte que a tu lado el carito u orejero
es un simple reyezuelo,
permíteme que te diga: su majestad floral
o por qué no: benemérito vegetal.
En mi contemplación entiendo
por qué el pueblo de Fenicia,
aquél que de la navegación vivía,
a los árboles portentos
adoraban como a un dios.
Impertérrito ante el viento, la lluvia y la sequía,
revistes tus ramas con aguzados brotes
de tiernas hojas coloridas como lenguas de fuego
que agitadas por las brisas saludan la primavera.
Y mudas y te vistes y desvistes como quieres todo el año,
y te adornas con aretes, bellotas y verdes pirulís,
y como escarcha invernal caen tus flores,
y en pardo tapiz tornas el piso,
y hoy son hojas, mañana borlas, pasado un colchón de lana
y vuelves a tu ciclo natural de antaño.
Bien quisiera abrazarte, amiga mía,
y contarte mis penas por amor,
que me escuches hablar de desamor
y consueles mi herido corazón.
ABEL RIVERA GARCÍA
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