Todos sabemos que el Minotauro lo ignora
todo de las palabras, perdido en su
laberinto. Dicen que su lugar es ese, carente
de espejos y con una única salida imposible
de encontrar.
No obstante, sus paredes albergan el
regalo que, para la posteridad, quisieron hacer quienes allí se perdieron
conscientes de que habían penetrado en un mundo fuera de cualquier tiempo y sin
embargo, habitado. Los fantasmas del laberinto son los únicos capaces de
atravesar sus muros. No caminan –flotan— no hablan, ya no esperan. Y las
paredes del laberinto narran historias que nunca debieron perderse.
Hubo quien logró dibujar un prado verde y fresco –sólo un tallo de luz, apenas
un flechazo verde. Hubo quien con dos dedos se quitó parte del maquillaje que
llevaba en el rostro y esculpió unos labios –rojos— en la piedra imperecedera.
Hubo quien dibujó la Luna, sabedor de que existe, y hubo quien sólo dejó sus huellas, que el Minotauro reconoce y respeta y cobija en la dura roca en la que está
labrada su casa. Buscando, quizás, una salida.
Cuenta la leyenda que el Minotauro apenas ofreció resistencia a Teseo, cuando
por fin se encontraron. No es nada que deba extrañarnos, pues sabemos que el
Minotauro ignora todo de las palabras, y podría muy bien confundir una "t" con
una "d".
Aurelio Gutiérrez Cid (España)
Publicado en la revista digital Minatura 152
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