Si el Hombre fuera un milímetro más alto sería gigante; si fuera un milímetro más bajo, sería enano.
Era el único columpio del único parque. Todos los días, sin faltar uno, Rubbaf, el hijo de Rubbaf el
relojero, acudía ilusionado en subir, y todos los días tenía la misma decepción: lo ocupaba la misma niña de larga trenza.
En realidad la niña no lo ocupaba –y esto era lo más incomprensible para Rubbaf–, lo ocupaba la muñeca de la niña de igual larga trenza.
Rubbaf permaneció horas observando el preciso y simultáneo balanceo de las trenzas cuando la niña impulsaba el columpio.
Rubbaf pensó en dar un reloj a la niña por dejarlo columpiar, pensó en la negativa de su padre al pedírselo, pensó en robarlo, pensó –si optaba por esta última acción– en el castigo de Dios.
Rubbaf creció; con él, la frustración y la aversión hacia la niña y su muñeca. Ellas no crecieron, sólo sus trenzas.
Rubbaf pensó en la reciprocidad de la niña con la muñeca, pensó en la relación de la trenza con el columpio, pensó en la continuidad y la discontinuidad de sus movimientos, pensó en la finitud de su padre y la suya, pensó en la eternidad de Dios.
Rubbaf concluyó en develar el misterio de estos eslabones.
Rubbaf cortó de un tajo la trenza de la niña y su muñeca. El columpio cayó.
Rubbaf dejó de pensar en Rubbaf.
Roberto Omar Román (España)
Publicado en la revista digital Minatura 152
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