Yo ya sé que nunca existes.
Pero el miedo gime lágrimas de aurora
entre los silencios desgajados de la noche
que camina sin ojos y sin manos en penumbra.
Tuviste la certeza de la sangre,
el hueco lacerado del dolor y de la duda,
el espejo roto de los besos acabados,
la risa congelada del hambre y la injusticia.
Y seguiste callando soledades
y escalando naufragios de huérfanos injustos.
¿Para qué han de servirnos
las imágenes heridas de la cruz desencajada,
para qué el miedo inútil
de la inmensidad prometida de los ángeles?
¡Hay tantos dioses de carbón
como niños paridos en la lumbre de los ojos
esperando tu eterno advenimiento!
Yo ya sé que nos has valido ni siquiera
para destemplar el odio de los hombres.
Luis Enrique Prieto
Publicado en la revista Arena y cal 218
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