Un día despertaron. Volvieron a ver la luz del sol, con los ojos de otros, tras una larga noche de olvido. Aprendieron a hablar con bocas ajenas, sin saber cómo pronunciar las palabras que explicaran por qué sentían el impulso de la destrucción. Nadie supo por qué miles de años después de superados todos los conflictos de la civilización esos hijos odiaron a sus antepasados y comenzaron con el exterminio. Por aquel entonces, los combates eran apenas una evocación melancólica de la barbarie. Quizás era imposible detener la tragedia. Se creían superadas todas las supersticiones y nadie podía darle crédito a la maldición del último rendido, cuando ahogado en odio dijo: “Mátennos. Coman nuestra carne y abonen la tierra con sangre y huesos. Violen y engendren a nuestras mujeres. Algún día pagarán caro el precio de la victoria”.
En ese futuro, difícil era que comprendieran el sentido de un conjuro, o de una blasfemia, porque eran ajenos a los misterios del pasado. Un rendido no es un cómplice: es apenas un prisionero del enemigo, pese a la certeza de que vencedores y vencidos nacieron del mismo barro y de la misma esencia que las pesadillas. Un día, los derrotados despertaron, luego de haber cruzado un mar de esperma, sangre y muerte, y con símbolos en desuso, declararon una nueva guerra. La guerra contra sus padres y contra ellos mismos. La antigua guerra del final de los tiempos.
José María Marcos (Argentina)
Publicado en la revista digital Minatura 120
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