-¡Mátame! –Repetía sin parar, en lo que parecía una dolorosa canción monocorde. -¡No puedo! –Gritó-. ¡No puedo! –Aunque por mucho que gritara no iba a acabar con el sufrimiento de su amigo. La explosión de la bomba lo barrió todo, no dejó escombro más grande que una nuez. El soldado Lauren supo que estaba vivo porque sintió el peso del cuerpo de su compañero sobre él. Malherido, con la piel abrasada, logró librarse del cuerpo que lo aprisionaba y ponerse en pie. Un pitido constante en los oídos, el resplandor del sol en su cénit en los ojos y desolación. El resto del escuadrón yacía calcinado y él estaba tan conmocionado que el grito se le ahogó en la garganta. Con la mirada perdida en la devastación, deseó que nada de aquello hubiera pasado, deseó que las fuerzas para seguir vivo se le apagaran, deseó estar tan muerto como ellos. Cuando sus oídos comenzaron a recobrar audición pudo escuchar el grito. -¡Mátame! ¡Amigo mío… mátame! Su compañero, el que le había salvado la vida, gritaba de dolor. Al verlo, Lauren vomitó. Tenía del pecho al abdomen abierto mostrando las entrañas, las piernas estaban medio desprendidas del cuerpo y más allá de los codos no quedaba nada. Pero seguía gritando. Y Lauren lo intentó, pero no pudo matarlo. No logró encontrar ningún arma operativa, así que intentó todo lo que se le ocurrió: probó con piedras, con patadas, hasta con sus propios puños; todo fue inútil, su amigo seguía vivo. Se apartó de él para no oírle gritar, lejos. El sol se acercaba a su ocaso y Lauren era incapaz de reaccionar. Hasta que tuvo ganas de orinar. Llenó la cantimplora. Sereno, regresó junto a su amigo. Este, al ver la cantimplora, calló y esbozó algo parecido a una sonrisa. El soldado Lauren vertió la orina en el pecho abierto de su compañero y los circuitos comenzaron a cortocircuitarse hasta que su amigo se apagó en paz.
Pere J. Martínez (España)
Publicado en la revista digital Minatura 120
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Hace 18 horas
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