“Nunca antes ha recibido la estupidez tan triunfal galardón a pesar de haberlo merecido muy a menudo… Porque la estupidez, como el genio eximio, son de pareja ulidad en la configuración del destino humano”.
Fedor Dostoievski (Los endemoniados)
No sé cómo llamarlos, cómo clasificarlos. Nos hablan de progresismo, pero no sé cómo llamarlos ¿Nacionalistas, populistas, moda hegemónica, falta de ilustración y de lucidez? No lo dude, querido y populista lector, en algunos de estos tres nombres están comprendidos. Son, a veces, sinceros y sensibles, hacen piruetas y acrobacias.
Servidores, siempre se enamoran de una Colombina. Son personajes de la comedia burlesca. Los miro y quedo estupefacto. La voz, por lo general, es nasal. Tienen barbilla prominente y suelen ser astutos: donde huelen poder allí están. Donde sienten el calor oficial levantan la mano. Se presentan como sociólogos, como bibliotecarios, como comandantes, como militantes, como escritores. Son serios, ladinos, huidizos. Igual que los otros. (Los otros, los que usted vota con pasión o con desconocimiento). Levantan la bandera que sea: siempre revolucionarios, nunca menos. En todo. En los bombos, en las carambolas, en las sonrisas, en las bellaquerías. En el fondo son bellacos, diría mi padre. (Recuerde: Corominas. Bellaco, monicaco, pajarraco.
Monicaco: hipócrita beato y santurrón. Y basta). Pero, el pobre hombre era un gallego anarquista, tenía segundo grado, trabajó el campo desde los seis. A los veinte empezó con Bakunin, Hugo, Tolstoi. Y usted, sabe acomodado lector, usted sabe…
Mienten, mienten hasta el hartazgo. Roban, engañan; construyen mausoleos, fachadas, banderas y proclamas.
Son mediocres (y lo saben) y dialogan con el desatino, la improvisación y el disparate. Y roban. Y las masas los siguen.
Y están los gerentes de bancos con mirada taimada, burda, que planea revoluciones, sinagogas y bautizos. Vivimos una sociedad donde el mercado impone su brutalidad y su ignorancia. En todo. La cultura no es ajena. La industria cultural no se diferencia de los otros mercados.
Observamos con estupor el avance de la banalidad, la corrupción y la estupidez. El vacío, lo decadente, lo snob. Y la falta de raíces, de valores. Improvisación y facilismo.
Ejemplos sobran. No son preocupaciones superfluas en el contexto de una sociedad con necesidades básicas insatisfechas. Hay una desintegración moral y parece que nadie es responsable. Desintegración, decadencia e injusticia. Y más. O lo que es peor: nadie la ve. Se convive con ella desde la felicidad, la esperanza o el tedio.
Simétricamente; financiar desde lo demagógico una fiesta rave o electrónica rinde más. Es simple: falta educación en la sociedad del relato. Esto genera mediocridad, configura miradas anacrónicas, dolorosos fracasos. Indefectiblemente generaciones enteras se sostienen con un promedio televisivo que va desde cuatro hasta cinco horas diarias. Y unas trescientas palabras como promedio en el cerebelo.
Epopeya concisa, mito y desasosiego.
¿Pero que importancia tiene todo esto ante la muerte, ante la soledad, ante el negocio partidista, ante lo grosero de los discursos, de las bandas prostibularias? ¿Qué importancia tiene esto ante la hipocresía, la falsedad? Ante la vileza cotidiana, ante la vulgaridad. ¿Qué importancia tiene?
Me interesa hablar de los intelectuales criollos, de los oportunistas, de los que levantan en pleno siglo XXI los chiripás y las boleadoras. (Si, ya sé en Europa tienen problemas, pero problemas capitalistas, diferentes,
diferentes). Y tiran papelitos, se ríen, se sonríen, se abrazan y aplauden. En notable como aplauden y como se ponen talco para escuchar horas y horas estadísticas, modulaciones, llantos, epifanías, bautizos y gemidos. Y los otros, los señoritos de voz aterciopelada que dicen patria, dicen banco, dicen empresa, empresario, obrero. Son serenos, distorsionan papeles, monumentos, sables. En fin, desleal lector, la cosa viene a los tumbos. Todo se fragmenta y se multiplica, hay una representación notable.
Y son brutos, necios, torpes. Mentalmente torpes, quiero decir. Se demoniza, se banaliza, la escena se completa en un teatro de súbditos. Bueno, quedo atónito. Lo efímero y las conductas hacen el resto. Ocultamiento, engaño, impostación. De miradas, de aplausos, de moral.
Carlos Penelas
Publicado en la revista LetrasTRL 46
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