Por Juan Cervera Sanchís
El modernismo fue una revolución literaria, como todos
sabemos, donde hubo más ruido que nueces. Los modernistas
buscaron por sobre todo la exquisitez en pensamientos, libertad
en la métrica y a su vez esmero en la forma. Todo ello fue, sin
embargo, más asunto de ropaje que de contenido. Respecto al
amor no lo tomaron tan en serio como los románticos y si Bécquer
ya había dicho que el mejor verso era el que iba escrito en un
billete de mil pesetas, Rubén Darío, el príncipe de los modernistas,
canta de este modo:
“Calma, pues, ¡oh mujer!, mi devaneo,
y no seas conmigo tan ingrata;
en ti la luz de mi esperanza veo
y tu mirar me enciende y arrebata...”
Pero hay dos versos finales que nos hablan de lo realmente
Darío pensaba de la mujer. Son estos:
“-Señor poeta, vaya usté a paseo;
¡otros hay que me ofrecen mucha plata!”
La relación amorosa no ha cambiado, pese a estos versos,
entre el poeta y su amada que, para no pocos modernistas, no
era como para los clásicos y los románticos una mujer, sino
una niña. Se ama a la mujer, pero adolescente. Darío insiste
en “la tierna niña”, como si ésta al desarrollarse totalmente
perdiera su encanto; como si las necesidades y urgencias de
la vida adulta la volvieran huraña e imposible de amar. Se
ama pues a las vírgenes:
“Yo adoro a una sonámbula con alma de Eloísa,
virgen como la nieve y honda como la mar;
su espíritu es la hostia de mi amorosa misa,
y alzo al son de una dulce lira crepuscular.”
Son versos de Rubén Darío, que nos vienen a recordar
aquello que decía Antonio Machado: “Todo amor es
fantasía.” Los modernistas ya inventaron, a lo Machado,
“el amor y el día” . Sí, hay un afán de amor, como decía
Carlos Fernández Shaw y también, en cantar de Francisco
Villaespesa, “olorosas manos ducales”. Los modernistas
cantaron a las señoritas como nadie, así Salvador Díaz Mirón
escribe:
“En la Venus de Médicis el arte
previó cuanto hay en ti, menos la túnica.
Irreprochable desnudez imparte
el mármol gracia vencedora y única.”
Canta Díaz Mirón a la señorita Julia Zárate. Se advierte,
como en Darío, que invoca a la Mona Lisa, la presencia de
la Venus de Médicis y el amor vuelve a quedar en otra dimensión.
El poeta sigue estando fuera de él en cierta medida. En la poesía
modernista sentimos que el amante está fuera del ser amado
una y otra vez. Brilla el lenguaje, pero ese brillo no alcanza a
ser llave. El amor es un tema más para los modernistas. En los
románticos y en los clásicos se podría decir que fue el tema
central, tal como volverá a serlo en algunos contemporáneos.
Pero los modernistas aman más a la poesía que al amor y
León Román lo dice:
“Se artista, se poeta, se el espejo
del ancho mundo, aunque después te roben
los años su esplendor, no serás viejo:
la poesía es el arte de ser joven.”
Los modernistas persiguieron “el arte de ser joven”,
querían ser poetas mucho más que amantes. El amor
era un pretexto más para ser poeta y renacer cada día
y cada noche por la magia del poema. Las palabras.
ciertas palabras, en verdad, enamoran a estos cantores.
Rubén Darío pregunta de este modo por Stella:
“Lirio divino, lirio de las Anunciaciones:
lirio, florido príncipe,
hermano perfumado de las estrellas castas,
joya de los abriles.
A ti las blancas dianas de los parques ducales,
el cuello de los cisnes,
las místicas estrofas de cánticos celestes,
y en el sagrado empíreo, la mano de las vírgenes.”
Se evidencia que los modernistas, como sucede aquí con
Rubén Darío, más que cantar al amor parecen engolfados
con el lujo de las palabras. La retórica los extravía con
harta frecuencia y lo que, entonces, algunos creyeron
deslumbrante, el tiempo se encargó de demostrar lo contrario.
Los modernistas pecan de sinfónicos, le dan más importancia
al vestuario que al cuerpo. Emilio Carrere, un modernista que
se hacía llamar “el último romántico”, ve en el amor a la muerte;
esto da a su poesía una profundidad diferente a la de los
modernistas. El canta así:
“La niña, al amor rendida,
sigue sus sueños urdiendo,
sigue tejiendo, tejiendo...
y lo que teje es su vida.
¡Ya viene mi bien amado
con su melena de oro;
ya escucho el paso sonoro
de su caballo nevado!”
Pero este modernista, que pretende ser romántico, no es
ni lo uno ni lo otro, sino recreador, aquí, del viejo romancero,
aunque con un toque modernista y muy sonoro. Podríamos
incursionar en la poesía de Juan Ramón Jiménez, clasificado
como modernista, pero ¿lo es? Para nosotros ni Juan Ramón
ni los Machados, Antonio y Manuel, fueron modernistas.
Ante esto tendremos que buscar, imposiblemente, buena
poesía amorosa en Salvador Rueda o en Darío. Tal parece
que los modernistas no fueron muy afortunados, yo diría mejor
muy sinceros, al cantar al amor. Salvador Rueda prefería
cantar a la sandía, a la vaca y a la cigarra, aunque en su
poética encontramos versos felices, como estos:
“Ten un poco de amor para las cosas:
para el musgo que calma tu fatiga,
para la fuente que tu sed mitiga,
para las piedras y para las rosas.
En todo encontrarás una belleza
virginal y un placer desconocido...
Rima tu corazón con el latido
del corazón de la Naturaleza.”
Es el amor, sí, pero otro amor, no el amor propiamente
a la mujer que aquí nos interesa, es decir, lo amoroso.
Lo amoroso está una vez y otra vez como fuera del poeta
modernista, que se siente perdido por las palabras sonoras y
brillantes, fáciles de impresionar, pero difíciles de resistir.
Oigamos una vez más a Darío:
“Sobre el diván dejé la mandolina.
Y fui a buscar tu boca purpurina,
la boca de mi hermosa Florentina.
Y es ella dulce, y roza y muerde y besa;
Y es una boca roja, rosa, fresa;
y Amor no ha visto boca como ésa.
Sangre, rubí coral, carmín, claveles,
hay en sus labios finos y crueles,
pimientas fuertes, aromadas mieles.”
Y podríamos continuar con estos versos modernistas
que se dicen amorosos y son en realidad un culto ciego
y malabarista a la bisutería verbal. Los modernistas fueron
deslumbrados por este tipo de artificios lingüísticos y se pierden
sin ninguna posibilidad de reencontrarse la esencia del amor.
Soñaron los modernistas, quizás, con el amor, pero no lo vivieron
Realmente, como se constata en sus versos. Los modernistas
dejaron un gran paréntesis en cuanto a la poesía amorosa, aunque
de repente aparezca en ello la “heroína, la princesa rubia de
pies aniñados”, como quería Ricardo Gil, o esa “Amada”
rubeniana “de frente rosada” y con la que el poeta quiere
compartir el templo del bosque. Lo que rara vez hallamos
en la poesía modernista es un canto a la mujer, a la amada
nuestra de cada día. Juan Ramón Jiménez, siempre por encima
del modernismo y el resto de los ismos, deja en claro, al hablar
de la poesía, lo que debe ser el amor por la mujer, en la mujer
y para la mujer:
“Vino primero pura,
vestida de inocencia:
y la amé como un niño.
Luego se fue vistiendo
de no sé qué ropajes;
y la fui odiando, sin saberlo.
Llegó a ser una reina
fastuosa de tesoros...
Sí, “llegó a ser una reina” la mujer, y la poesía, para los
modernistas. He la pobreza reflejada en sus pomposos cantos
al referirse al amor, y es que las reinas difícilmente pueden
ser amadas, pues son respetadas, adoradas y temidas. La
poesía amorosa renacería magnífica en las voces de poetas
como López Velarde, “La sangre devota”; Rafael Alberti, “La
Amante”; Pedro Salinas, “La voz a ti debida”; Juan Rejano,
“Fidelidad del sueño”; y Rubén Bonifaz Nuño, “El dolorido
sentir”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario