Casi nunca es suficiente murmurar en el desierto. Los susurros sólo son efectivos cuando se hacen ante el oído de una persona amada. El desierto no entiende de palabras bellas, ni de gestos, ni siquiera de aspavientos; sólo la arena es dueña y señora de sus espacios. Por eso, no basta murmurar injusticias y desasosiegos, hay que gritarlos: para que la voz agónica reverbere en ecos constantes entre los pedregales y las arenas del erial que nos puedan rodear. Hay que romperse a gritar: dejarse los pulmones y la voz para que, al menos, el aire y la tierra del desierto puedan saber de nuestros desvaríos.
El silencio es cómplice. Decía Lawrence de Arabia que el desierto le gustaba porque estaba limpio... Pero la limpieza no es sinónimo de justicia; como mucho, de asepsia, y ésta, por ajena a la naturaleza, puede ser tan falsa como los cristales de la feria que deforman los reflejos. El desierto produce esos silencios, provoca esa sensación de abandono en la que cualquiera se puede dejar llevar -al más mínimo descuido- y morir en vida, deambulando, finalmente, por esos espacios repletos de vacío.
No, no odio al desierto por ser desierto, sino por la soledad que acompaña al caminante, por el silencio que intenta imponer a sus habitantes, por la forma tan cruel que tiene de cubrir las osamentas de sus víctimas con una áspera sábana de arena. No puedo odiar el desierto porque está con nosotros desde siempre; del nacimiento a la muerte. Pero sí hay que procurar no susurrar en el desierto, porque no sirve para nada. Hay que gritar, desahogarse, romper las cortinas de acero que lo limitan por todo su perímetro y, quizá, atisbar a su través algún oasis, o una utopía.
Publicado por Francisco J. Segovia -Granada-
Revista poética Azahar, nº 133
Hace 7 horas
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