Desde lo alto de la escarpada montaña el panorama
se percibía espléndido, aun a través de las nubes
que se afanaban en ocultarlo.
Decidí que el extremo agotamiento y mi agitada
respiración habían valido la pena. El esfuerzo iba a
recibir su premio. Aquella maravilla que apreciaba
sería una merecida recompensa.
Me concedí un breve descanso y retomé mi camino.
A medida que descendía comencé a notar zonas
más sombreadas, coloraciones más variadas,
espacios rocosos de los que no me había percatado
desde la altura. Todo el conjunto continuaba
pareciendo luminoso y atractivo.
El entusiasmo que me acompañaba me ayudó a
atravesar la niebla húmeda y blanquecina de las
nubes. Ahora sí, distinguía la pendiente, la llanura,
las elevaciones circundantes y otros valles más
alejados, de inefable belleza.
Me sentía dentro de una postal. No me cabía la
menor duda de que mi futuro en aquel nuevo y
cautivante escenario tenía que ser absolutamente
feliz y perfecto. Lo anterior, el pasado, aquello en
lo que no quería pensar, había quedado irremediablemente
atrás, oculto tras la poderosa montaña.
Inesperadamente las piedrecillas sueltas me hicieron
resbalar y caí, torciéndome un tobillo. El dolor
me obligó a quedarme en el suelo unos cuantos
minutos, hasta que volví a caminar, rengueando y
sufriendo a cada paso. El trayecto que tenía por
delante se me hacía mucho más largo y difícil, y
me pregunté cuánto tardaría en llegar a algún lugar
habitado.
Pronto me interné en un bosque. Con los rayos de
luz filtrándose entre los árboles parecía de cuento
de hadas. El dolor del pie me hizo desechar la tentadora
idea de sacar fotos. Ya volvería en mejor
ocasión. Continué sin permitirme pensar que cada
vez caminaba con mayor dificultad. Se me tornaba
arduo orientarme.
Al fin tuve que reconocer que me había perdido.
Me senté en un tronco a recapacitar, me dije que lo
más importante era mantener la calma. Intentando
guiarme según la posición del sol, me empeñé en
retomar mi camino. Algo había cambiado en mi
ánimo, era una mella en mi sensación de seguridad.
La luminosidad se volvió cada vez más tenue, recordé
las nubes y pensé que pronto se disiparían.
No fue así; la oscuridad se intensificó de manera
inimaginable. Los árboles parecían más altos y tupidos.
El suelo se tornaba rocoso, desparejo, difícil.
Debía abrirme camino entre follajes espinosos
que me agredían.
El miedo, o más bien los miedos volvieron por sus
fueros. Todos juntos, me tomaron por asalto; los
que me había esforzado en dominar y creía haber
dejado definitivamente atrás. Aquéllos que me
acompañaron durante tantos años, temibles, como
monstruos enardecidos y acrecentados por el tiempo,
se me enfrentaron hambrientos, ansiosos por
hacer presa de mi alma aterrada. En un movimiento
desesperado por intentar alguna defensa, tomé
una gruesa rama seca que encontré tirada a un
costado y la aferré con las dos manos. Podía escuchar,
en el angustiante silencio, mi corazón desbordado
de pánico y mis jadeos de horror.
Mi soledad, mi atrevimiento desmedido, mi vulnerabilidad,
todo se me hizo patente con cruel nitidez.
Creí tener la más indoblegable de las valentías,
cuando en realidad era víctima de una locura disparatada.
Mi intrepidez era alienación. No había en
mí nada de admirable, sino mera inconsciencia de
mi desamparo, y era demasiado tarde para arrepentirme.
Súbitamente, una oleada de viento sacudió las ramas
a mi alrededor produciendo un rumor amenazante.
Algo se movió justo arriba mío, y sentí que
me atacaría. Quise levantar la rama para golpear
lo que fuera. Mis miedos me envolvían, se me adherían
en un sudor frío. La rama era inesperadamente
pesada, y mis brazos estaban entumecidos…
Hice un esfuerzo mayúsculo, supremo… Pero un
vacío se abrió bajo mis pies. Caí al abismo helado,
recibiendo un fuerte golpe en la cabeza. En medio
del dolor un sonido estridente hirió mis oídos, una
y otra vez… Cuando por fin abrí los ojos, grande
fue la sorpresa y el alivio al comprobar que se trataba
de mi despertador…
YETTI BLUM-ISRAEL-
Publicado en la revista Estrellas poéticas 47
domingo, 25 de marzo de 2012
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