lunes, 17 de julio de 2017

EL CASTILLO DE ORO DE LA ABUELA


Cierto día mi nieto Jason de cuatro años de edad me dijo muy curioso: ¡Abuela! Cuéntame de cuando eras niña. Bien: repliqué amorosa. Comenzaré diciéndote que mi niñez fue tan feliz, que guardo esos recuerdos cuidadosamente en mi memoria en lo que yo llamo “Mi castillo de oro”, y allí, mi cielo, buscaré ahora: Veamos…

 Nací y me crié en un precioso pueblo de clima caliente llamado “La Esperanza”, situado en un valle rodeado de colinas y atravesado por “El manso”, un pequeño río rumoroso adonde solíamos ir al atardecer, en pequeños grupos acompañados por nuestras madres. Allí a la orilla echábamos barquitos de papel hechos por nosotros, para verlos alejarse en la suave corriente. (Cuando llovía hacíamos lo mismo con los barquitos, en las cañerías cercanas a las calles). A veces, indebidamente, nos escapábamos sin permiso e íbamos hacia el río por la calle principal, llamada “La Calle Real”, mas al volver recibíamos la reprimenda de ellas, y con razón, porque habían estado angustiadas pensando en el peligro que hubiésemos podido correr.
Otras veces íbamos en grupo a la pequeña colina en donde estaba situada la casita de la Señora Baltasara, y desde allí nos deslizábamos en bateas, unos recipientes hechos de madera, que utilizaban las mujeres para lavar la ropa.
En tardes en que el viento era favorable, íbamos a una explanada cercana a elevar cometas, las que vendía mi abuelo (a quien cariñosamente llamábamos “el papá Miguel”) en su pequeña tienda de misceláneas (en donde se vendía de todo un poco). Pero como eran un tanto caras, nosotros aprendimos a hacerlas con papel de seda de diferentes colores, y barillitas de guadua que cortaban y
pulían nuestros padres. Cuando la cometa persistía en “colear” o caerse, los niños decían: “le falta peso en la cola”; entonces alargábamos ésta con una cadena de papel más larga.
A veces por las tardes después de comer y hacer las tareas escolares, salía con mis amiguitos y los niños vecinos a jugar a la calle o a la plaza principal a sólo unas dos cuadras de casa.
Acostumbrábamos a jugar por ejemplo a “la lleva”: un niño corría a perseguir a los otros que también corrían de huida. Al que fuera alcanzado le decían: “La lleva” y este repetía lo mismo.
En otras ocasiones jugábamos a “La Flor bonita” : a una niña separada en el centro de una rueda que hacían los otros del grupo, uno de estos le preguntaba: “Flor bonita: ¿qué querés?” Ella entonces replicaba: “casarme quiero”. ¿Con quién será? –le preguntaba otro “Con el más bonito que en la rueda habrá.” Entonces ésta comenzaba a tocar a uno por uno diciendo: “ni contigo, ni contigo, ni contigo… hasta señalar al de su preferencia diciendo: —
Solamente contigo. (Al que fuera escogido le tocaba repetir el juego).
En las noches de luna llena, solíamos ir también en grupo con nuestras madres, caminando, retozando y cantando por la carretera que conducía a una pequeña villa cercana llamada San Pedro. Luego volvíamos a nuestros hogares a dormir, un tanto cansados pero felices!
 También jugábamos a “la gallina ciega”. Un niño con los ojos vendados tenía que tocar a otro entre los que estaban cerca, mas eludiendo a la gallina ciega. Le correspondía el próximo turno a quien
fuera tocado por ésta.
 Como habrás podido observar mi niño, tuve una infancia sencilla pero muy feliz en donde aprendí a amar, a respetar y a compartir con mis semejantes. Y ni qué decir de las celebraciones de Navidad y Año Nuevo! Otro día te contaré más. Ahora ve a dormir, pues observo que ya estás “cabeceando”, como decíamos cuando alguien empezaba a doblar la cabeza por el sueño. Ya sabes algo de lo que guardo en “Mi castillo de oro”. ¡Que Dios te bendiga hijo mío y que sueñes con los ángeles!

Leonora Acuña de Marmolejo -EE.UU-
Publicado en la revista Oriflama 30

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