Un sol de justicia castigaba las testasde animales y hombres. El campo manchego dormitaba en la tarde veraniega. Unos molinos, las aspas detenidas por falta de viento que las anime, parecían sestear esperando, ellos también, el momento en que el calor comience a ceder. A sus pies, unas pequeñas figuras miraban a lo alto, haciendo visera con sus manos para protegerse del exceso de luz, unos, agitando abanicos que sólo remueven el aire caldeado, otros.
En el silencio, la voz del guía resonaba soltando un discurso mil veces repetido que los otros
escuchaban sin dejar de espantar moscas perezosas.
—... Y estos tres de aquí, de nombre Sardinero, Burleta e Infanto, son aquellos famosos molinos que el Caballero de la Triste Figura, el gran Don Quijote, confundió con unos fieros gigantes.
Tras esto y unos cuantos, ¡oh!, varios movimientos de cabeza admirativos, y caras falsamente interesadas, la comitiva continuó camino más pensando en la sabrosa comida que les esperaba que en monumentos históricos de los que la mayoría comenzaba a estar harto.
Los molinos se quedan otra vez solos, como siempre han estado, solos en el silencio manchego, las aspas comenzando a moverse despacio, con desgana. Al poco rato una voz profunda rompe el silencio: —Nunca entenderé, mujer, a estos humanos que llaman locos a aquellos que son capaces de ver la realidad, como ese famoso Quijote del que tanto hablan y del que no guardo yo memoria, que nos vio tal cuál éramos.
—Yo tampoco los entiendo, marido, pero demos gracias a que es así porque eso nos ha permitido vivir en paz.
—Lo mismo digo —dijo el tercer gigante—. Mejor que llamen locos a los que ven que ser perseguidos como monstruos.
Y el silencio retornó al campo manchego.
Dolo Espinosa —seud.— (España)
Publicado en la revista digital Minatura 153
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