viernes, 1 de julio de 2011

TEXTO

Un desagravio para Juan Balumba

Hebe Luz Ávila

Si de episodios insólitos se trata, pocos superarán al caso aquel del indio que se vistió de español en Sabagasta y fue castigado en la plaza pública. Para entender los alcances del singular sumario instituido a Juan Balumba, mejor ubicarnos en la época. Corría el año 1676 en la primera ciudad constituida en lo que es hoy la República Argentina. Había quedado muy atrás ya el siglo XVI, de descubrimiento, conquista y fundación de ciudades, lo mismo que aquella Real provisión que el 27 de febrero de 1577 otorgaba a Santiago del Estero el título de Ciudad y de “muy noble”.
A pesar de cataclismos e inundaciones, tres catedrales habíamos levantando ya con la fe y tenacidad que desde el inicio caracterizaron a los santiagueños. Numerosas poblaciones implantadas con sus recursos, ayuda para todas, defensa contra los indios, fundaciones religiosas, civiles y militares eran algunas de las concreciones alcanzadas.
De todas formas, la mayoría de los habitantes no residían en la ciudad, sino en las estancias, ya que encontraban satisfacción a sus necesidades básicas en el campo, donde se asentaban las encomiendas y se producía la riqueza, con la labranza de la tierra, la cría de ganado o en los obrajes de paño, que producían “la plata desta tierra”.
Además, los santiagueños de entonces eran mayormente indios y negros, muchos mestizos, pocos españoles peninsulares y algo más de criollos.
Por aquel 1676, ya había mermado mucho la cantidad de aborígenes en la jurisdicción, sobre todo si comparamos con los 86.000 que Aguirre distribuyera entre sus colaboradores, cuando trasladara El Barco a la nueva Santiago del Estero, en 1553. Entre las tantas razones de su disminución, en 1586, se denuncian 4.000 indios cambiados por mercaderías en el Perú. En 1609, el gobernador Alonso de Ribera describe a Santiago del Estero como “la más poblada y donde mejor sirven los indios”, con 100 vecinos principales y 6729 indios de doctrina. Pero el padrón de 1674 da 3194, en franco declive.
En la época en la que se desarrolla ese sumario, gobernaba el Tucumán, con capital en Santiago del Estero, José de Garro. Nacido en Guipúzcoa, este caballero de la Orden de Santiago otorgó, durante su gobierno, un terreno al convento de San Francisco, al otro lado de la cuarta catedral que empezaba a construirse. También cuidó muy especialmente que se respetaran las Ordenanzas de Alfaro, el más avanzado antecedente de justicia social en nuestro país, que en 1612 reorganizaba la encomienda, suprimiendo el servicio personal e implantando el concierto o libre prestación laboral. Asimismo, disponía la creación de pueblos de indios, el mantenimiento de las tierras de comunidad, el respeto por las autoridades indígenas tradicionales y la designación de alcaldes indios.
Aunque en un documento sobre el comercio de la gobernación a su mando José de Garro informa la salida hacia el Alto Perú de 40.000 cabezas de ganado vacuno, 30.000 de ganado mular y 2.000 arrobas de algodón, la Madre de Ciudades se había ido empobreciendo, desangrándose con cada fundación. Los indios tributarios, base de la producción de riqueza, eran muy pocos. Los demás, trabajaban de artesanos en los distintos oficios, de agricultores en las chacras, o de agregados en las estancias.
Y así lo confirma el extraño Sumario instruido al indio Juan Balumba por vestirse a la usanza española -1676-, encontrado en la Revista del Archivo de Santiago del Estero (t. 4, Nº 6, oct-dic de 1925 pág. 7-12).
¿Quién sería nuestro protagonista? Indudablemente, un indio bautizado, puesto que, así como a las indias se les ponía el nombre de María, a ellos se los nombraba José o Juan. El balumba (con minúscula), vendría a ser un apodo (“por mal nombre balumba”, en pág. 7) y, si atendemos al significado del término - de reminiscencias negroides en su sonoridad-, podría tratarse de un personaje alborotador. Entre los datos que más interesa determinar al capitán Don Juan de Trejo, alcalde ordinario de la ciudad de Santiago del Estero, que se ha trasladado al pueblo de Sabagasta a instruir el sumario, es la condición de indio del acusado (“habiendo sido indio y conocido por tal”, “de que sea indio es muy público en todo el dicho río Dulce”). En este sentido, los documentos señalan rasgos de la situación de los aborígenes y de la época: “paje de don Francisco de Solórzano”, servía “a diferentes personas como indio”, “le ha visto picando una carreta descalzo de pie y pierna”. Por otro lado, hay indicios que demuestran que se cumplen algunas ordenanzas de Alfaro, pues se señala que el reo ha sido “concertado” para trabajar y que en Lindogasta (“pueblo de indios” seguramente) hay un alcalde indio al que se manda ejecutar la sentencia.
También se testimonia, sin dejar lugar a dudas, sobre el escandaloso hecho de haberse vestido de español “de pocos meses a esta parte”. Igualmente coincide en todos los testimonios la descripción de la vestimenta: medias, zapatos, capa “ungarina” y espada.
Es que los funcionarios de la corona buscaron establecer, en el nuevo mundo, una sociedad organizada en dos estamentos claramente diferenciados: españoles e indios, con marcada superioridad de los primeros. Y por ello la difusión de bandos que castigan al que intente introducirse en el estamento superior.
Aunque no conocemos el bando a que hacen referencia las páginas del referido proceso, encontramos sumamente ilustrativas unas Disposiciones sobre la vestimenta de las castas, de 1750, en Córdoba, donde se explicita el conflicto central: En sesión del Cabildo sus miembros acordaron que “desde la fundación de la ciudad se tuvo y ha tenido a los naturales, negros, mulatos, indios [...] con vestidos competentes a su esfera y de pocos años a esta parte se ha visto [...] que estos exceden en más de lo que les es permitido usando [...] ropas profanas de costo, queriendo competir con las principales familias del lugar [...] como también queriendo igualarse con los españoles compitiendo asimismo en los avíos de los caballos…”.
Ante esta situación, los cabildantes publican un bando en la ciudad, en el que enumeran las prendas prohibidas a integrantes de estas “castas”, so pena de “cincuenta azotes en el rollo”.
Veinte serán los azotes que reciba nuestro Juan Balumba, sumados al escarnio de que se lo muestre “con las medias y zapatos al pescuezo” y se le corte el cabello, todo ello en la plaza pública, en el rollo, para que “con esto haya escarmiento en otros”. Como complemento de la afrenta, se lo traslada “a servir en las casas del cabildo”.
Tanto como esta historia casi desconocida, nos admira encontrar que nuestra Clementina Quenel, en respuesta ante la dolorosa injusticia del episodio, interpreta nuestros sentimientos y escribe un Bando de Juan Balumba, en el que invoca: “Señor, aquí te llamo esquela de la furia justa. / Aquí te encuentro y aquí te nombro/ a Juan Balumba/ como se nombra la tierra primitiva.”
Tal como lo imaginamos, describe al hermano indio: “Bien sé. No es el inca Atahualpa, / ni el duro fuego de Tupac Amaru. / Tan solo un escuálido indio/ de nuestro pueblo” [...] “con la afrenta y tres siglos encima”. Clementina, voz de su pueblo, afirma: “Señor, así creo en Juan Balumba”. Para terminar (junto a nosotros) pidiendo: “Mírale aquí parado/ amargura de la raza. [...] Habla, Señor/ que Juan Balumba no ha pecado.”
Nos consuela pensar que se trata de un hecho aislado, producto más de ese costado ceremonioso que nuestro Orestes Di Lullo reconoce como propio de las autoridades coloniales (“la solemnidad se ha convertido en costumbre, el orgullo en empaque, y la iniciativa en un fárrago de lugares comunes”). Porque, a la par de este exagerado castigo, también conocemos – junto a tantas similares- la amorosa relación de Hernán Mejía de Mirabal y la india María del Mancho, la que en su testamento enumera cuantiosos bienes entre los que se hallan vestidos españoles. Y sabemos de los hijos mestizos de esta pareja, que integrarán luego lo más granado de la aristocracia de Córdoba.
Por otra parte, y visto del otro lado, constatamos que el poncho, que comenzaron usando los indios, continuaron los españoles y criollos, y pronto representó -y representa- a los gauchos, hoy resulta símbolo de argentinidad en todos los ámbitos.

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