(Fragmento del artículo de 1913 Un Poco de Mí Mismo)
En mi loca adoración por las mujeres -por esas adorables rosas vivas donde late todo lo que es color y perfume y armonía- he sufrido punzantes y atroces dolores. Pero mientras más dolores he sufrido, más las he ido queriendo.
Las he querido cuando me han engañado, cuando han pretendido engatusarme con enormes mentiras. Todo embuste que sale de una boca de mujer sale con alas, con alas de música, con alas de perfume, con alas de misterio y de poesía; ¡y es tan dulce abrirle de par en par las puertas del corazón a un embuste con alas!
Sí; la hipocresía en el hombre, esa vileza atroz que cometemos de minuto en minuto ocultando avergonzados o asustados lo que somos, me indigna y me da náuseas. Pero la hipocresía femenil, ese sutil, refinadísimo arte de mentir que las mujeres han inventado para darnos gato por liebre a los hombres y salirse con la suya en justo desquite a la absurda e idiota tiranía que ejercemos sobre ellas, lejos de parecerme mal, me entusiasma y me deleita. ¿Qué sería del mundo, qué sería de nosotros los pazguatos hombres si las mujeres no hubieran opuesto a las brutales violencias de nuestra barbarie las certeras y alevosas puñaladas de su astucia? Dado nuestro secular empeño de bestializarlas, convirtiéndolas en mecánicos instrumentos de placer, o insulsas figurinas de salón o aves de corral, ¿qué habría sido de la gracia y espiritualidad femeninas si las mujeres no aciertan a tejer en su defensa la complicada red de sus mentiras? ¡Oh patrañas, embelecos, ardides y emboscadas femeninas; yo os rindo vasallaje y os adoro, porque sin vosotros la mujer, de obediencia en obediencia, habría descendido a la ruin categoría de máquina o de mueble y no sería hoy esa divina flor alada y musical que embellece e idealiza el sueño de la vida!
Sigo declarando que las he querido hasta cuando me han dicho la verdad. Si un chispazo de verdad nos deslumbra en la frase de un Lucrecio, de un Napoleón, de un Nietzsche o de un Ibsen, en la boca de fresa de una linda mujer, esa misma verdad, que salió quizás seca y cortante y amarga de la boca de un sabio, se satura de mieles de beso o esencias de sonrisa, y no sólo la oímos, sino que la olemos y la paladeamos hasta llegarnos a creer que nos la hemos comido.
Las he querido alegres... ¿Quién no se emborracha con esa alegría contagiosa que arrebola las mejillas y enciende los ojos de una mujer?
Pero también, ¡ay!, las he querido tristes. ¿Quién no se rinde al hechizo de una pena hecha verso en la pluma de un poeta o en un suspiro de mujer?
Las he querido altivas y soberbias como reinas, como diosas; pero también las he adorado fervorosamente si eran afectuosas y mansas como corderas.
Las he querido serias, las he querido frívolas; he querido las frías y también las ardientes; las altas y las chicas, las gruesas, las esbeltas, las rubias, las morenas, las blancas y las negras, las buenas y las malas, las sabias y las brutas. A todas, a todas las he querido con una pasión incurable, exclusiva, avasalladora, casi cruel, casi loca, hija o hermana del místico fervor que el ansia de belleza puso en el pecho de don Juan y también en el alma rara y ávida de Santa Teresa.
¡Oh miel de besos y esencia de sonrisas de una boca adorada en la cual yo quisiera saborear quedamente, suavemente, santamente, la postrera emoción!
Publicado en el blog nemesiorcanales
Compartido por Osvaldo Rivera
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