jueves, 22 de febrero de 2018

MIGRANTE VENEZOLANA


Mientras mi auto lavaba,
sentado en espera estoy
y la chica de los tintos
a lo lejos veo venir.
Es una chica agraciada
de un muy fileño perfil,
de caderas danzarinas
que lleva cumbia en los pies.

La llamo para pedirle
un vaso de su bebida
y también para preguntarle:
¿en qué lar de Venezuela
la vieron nacer en flor?
Díjome que fue en Coro,
en el estado Falcón,
donde su vista vio al sol;
y de allí hace poco migró.

De seguido me explicó
lo que sufre un migrante
por la gente que dejó,
su madre e hijos lloró
evocando lo que siente
ver su tierra en la miseria
y que ya nada es como antes.
Así añoró las cachapas,
caraotas y tostones,
las antiguas casas del barrio
y las aguas de sus mares.

Y amargamente lloró
por sentirse un refugiado,
mil desdichas padecidas,
ser tratados como parias,
sin cobijo y maltratadas
por quienes pensaba hermanos
pues, nadie les dio una mano.

Gimoteó por largo rato
y muy triste me contó:
“Lloro mucho por las noches
de pensar en mis muchachos,
la sonrisa de mis niños
cuando iban para la escuela,
donde siempre fui maestra”.

ABEL RIVERA GARCÍA.

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