Lloro por los hijos de la tierra.
Y más por los que yacen debajo de ella.
Por los niños que mueren de hambre.
Y más por nuestra indiferencia cómplice.
Jóvenes sin esperanzas.
Y viejos que se las quitan.
Lloro por los viejos que duermen con moscas en la cara.
Y más por la juventud descarriada.
Lloro por los hijos y la tierra.
Los que no verán las cuatro estaciones.
Y por la tierra erosionada.
Tierra pisoteada y vendida al peor postor,
por politicos mercenarios hijos de la chingada.
Lloro por los viejos que cargan con la tierra,
en los surcos de su espalda ellos la llevan,
con los talones agrietados y los dedos de las patas por fuera.
A los que se les ve con los ojos hundidos y las mandíbulas caídas. Esos que ya no ríen, que ya no esperan nada. Ni a la niña blanca, que has esa ya es tarda en su llegada.
Ya no hay siembras por falta de semilla que dé buen fruto.
Ya no hay semilla buena, la mala es la única que queda.
Y que se nos viene la heladera, más fríos y más muertas
queda los corazones tibios.
Ya no hay pues hombres de valor, de aquellos que dieron patria y corazón. Ahora nada más quedan hombres atrás de su propia satisfacción, con permisión de una minoría, que persigue el hueso mordelón como una vulgar jauría.
Padres y madres lloran a mares a sus hijos muertos y desaparecidos, por gobiernos criminales o criminales gobiernos,
ambo se mezclan que ya no hay distingo...
Los que viven y más mueren preocupados, rezándole a sus santos, que son de palo, barro y porcelana; imágenes vestidas con sotanas y teñidos de colores, rojo, blanco y verde, los que cubren las muertes que no evitan, con una simplona y repetida oración.
GILDARDO CARRIÓN
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