domingo, 12 de noviembre de 2017

DOS DEDOS DEL CRISTAL


Llovía.

El amanecer amenazaba con desflorar un nuevo día y el silencio dentro del coche hacía aun más trágico el llorar de las nubes. Lluvia y silencio. Y aquella canción del Albertucho haciendo de banda sonora de un, también, silencioso descalabro: “…Eres siempre la mejor de las personas que ha pasado por mi estima. Me regalas los detalles. Me conoces hasta ser destructiva…”. Lluvia, silencio y canciones. Cigarros recién encendidos y por la ventanilla, abierta un par de dedos, se escapaba el humo. Se escapaba el silencio. Se escapaba el amor, si es que alguna vez hubo algo de eso, por aquellos dos dedos. Hasta yo mismo pensaba en escaparme. Ser humo entre las lágrimas del alba… ¡Joder! ¡Qué chorradas se me ocurren en esos momentos!

Aquello agonizaba. Languidecía mansamente la historia que nunca tuvo más cimientos que dos personas intentando construir chabolos sobre fango. Aun estábamos desnudos. Puede que ahora sí que fuésemos nosotros mismos. Sabía que tarde o temprano me vendría a visitar la nostalgia y mi pene añoraría aquel sabor a mujer. Aquel sabor a una historia de carne vacía, sin guión, que se había consumido y ya solo quedaba ceniza y humo por dos dedos de cristal abierto.

Supongo que todo aquello lo pensaba yo y ella… Bueno, ella no sabré nunca lo que pensaba, a pesar de que el pensamiento podía hacerse eco en aquel silencio. Lluvia, silencio, humo, canciones y el egoísmo de un pensamiento callado.

Comenzamos a vestirnos sin romper el silencio con prisas. A la risa la abandonamos abajo en los bares y el futuro era encontrar dónde coño se había metido la puta bota. Arranqué el coche y marchamos. Arriba quedaba un recuerdo en forma de preservativo usado y algunas colillas apuradas hasta lo más “apurable”. Como la noche. Como el silencio. Como las canciones. Como el humo.

-“Déjame aquí mismo. Nos vemos”-.

-“Cuídate”- contesté.

Así. Sin beso de despedida ni nada. ¿Para qué? Y yo supongo que al decirlo lo sabía. Claro que nos veríamos otra vez, pero vestidos para salvar la desnudez que nos muestra como verdaderamente somos: Almas sin pena, gloria ni porvenir. Almas que solo atesoran el deseo de darle una patada a ese reloj de arena que nos condenaba con el último grano. Con el último gramo.

Tiré hacia mi pueblo. Hacia mi “bujero” donde construir un bunker con tinta y recuerdos y por sus troneras asomar cañones de olvido. Por el camino recogí la caja del CD donde el Robe aparece en calzoncillos con dos pistolas y una corona de espinas. Con sus llagas que ahora parecían y las sentía como casi mías. Aun quedaban restos de la noche en ella. Puse ese CD. Seguía lloviendo. Seguía el silencio. Seguía saliendo humo por los dos dedos de cristal abierto y seguían las canciones. Seguía estando el camino que no sabemos hacía dónde va y por eso mismo nos gusta. Quizás sea solo por eso.

Al aparcar el coche en mi calle, Extremoduro atacaba desde los altavoces otra canción: “…Y dejar de lado la vereda de la puerta de atrás por donde te vi marchar…”.

Apagué la radio. Cerré los dos dedos del cristal. Seguía lloviendo.

Francisco Tomás Barriento Eusebio

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