sábado, 3 de diciembre de 2016

INTERRUPTUS


Él esperaba sentado a que llegase Mercader mientras (¡qué casualidad!) le venía a la memoria aquella brumosa mañana de su exilio londinense.
Un tanto irritada por la insistencia del triple campanilleo, la Krupskaia bajó a abrir la puerta. A esa hora tan madrugadora aún no había tenido tiempo de vestirse, se arrebujaba en una bata. "Será un telegrama más, llegan tantos...".
Y se encuentra con un hombre menudo, un miope de enorme frente y diminuta barbilla, aunque bien pronunciada.
-Buenos días. Soy La Pluma -dice en un ruso vivaz y acatarrado, frunciendo el nervioso morrito al tiempo que traspasa el umbral. Ya dentro se alisa el electrificado tupé, mientras achica los ojos para captar todos los rincones del saloncito en penumbra. Y cuando vuelve a picotearla con ellos es como si le dijera "¿qué hace ahí todavía? ¡Vaya a anunciarle mi llegada, mujer!".
Hace un rato, en esa espuma del sueño que es vigilia inconfesable, la Krupskaia se ha visto a sí misma en una postura canina, los encajes del vestido arremangados hasta los hombros, recibiendo por detrás una carga dionisíaca que la deja sin resuello. Tal es el placer de sentirse cubierta, que piensa si ese ensueño no tendrá que ver con la vida mucho más que la revolución propugnada por el Partido
Bolchevique. Su marido, en el fondo un hombre sensible, tendría que ocuparse más de este tipo de humanas gratificaciones, que ni siquiera menciona en los opúsculos que escribe para los intelectuales radicales de su tiempo. Siempre que ella se las plantea, él se muestra indiferente a esas inquietudes. Sí, se encoge de hombros ante ellas, y ante las penurias económicas, y ante el impenitente nomadismo de esta pareja sin hijos.
Su sueño no le ponía cara al hombre de la verga complaciente, pero ella está firmemente decidida a bautizarlo con las atezadas facciones eslavas de su esposo, de ojos un poco sátiros aunque la lectura los haya apagado. Cuando sube al dormitorio y lo encuentra ya levantado, la Krupskaia se queda recostada contra el quicio, contoneando la cadera hambrienta, curvando los labios agrietados por el frío entre los que asoma una punta de lengua húmeda.
-Vladimir Ilich, abajo hay un tal Bronstein que envía Axelrod desde Zurich, pero... puedo decirle que vuelva más tarde -y abriendo las piernas se apoya contra la pared.
Sin darse por aludido, Ulianov se ajusta los tirantes con cierto nerviosismo.
-¿Cómo se te ocurre? Necesito saber inmediatamente cómo se está difundiendo Iskra. ¡Que vuelva más tarde! ¡Qué idea tan pequeñoburguesa! -y sale refunfuñando de la habitación.
Minutos más tarde, mientras el joven León Trotski alterna sorbos de té, noticias del Comité de San Petersburgo y rebanadas de pan, no repara en las miradas iracundas que le lanza la despechada Krupskaia desde el fogón. Tanto él como el embobado Lenin ajenos al huevo de la discordia que ha puesto su inoportuna visita en la pareja activista.
No sería hasta 1940, ya en el exilio mejicano, cuando se le apareciera el heraldo catalán para poner fin a su renegada vida de judío errante. En ese momento quizás fue León Davidovich Bronstein (Trotski, para la eternidad) el único que, a título póstumo, sospechó que el ajuste de cuentas no era propiamente estalinista.
Aunque la mercenaria mano de Mercader arremetiera por sorpresa, ya estaba allí antes de su llegada, esperándolo. Sin saberlo, contratada por otra persona que reclamaba su deuda desde el remoto Londres de 1902.

Julián Granado (Morón, Sevilla)
Publicado en la revista Aldaba 31

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