Entre las montañas de basura, los niños buscan. Los acantilados de desperdicios amenazan con precipitarse sobre ellos, pero los pequeños semidesnudos no cesan en su labor. Las latas vacías, las chapas rotas y oxidadas, el metal gastado y partido, se esconden entre la podredumbre. Los niños encuentran su tesoro. Lo arrastran hasta la piedra pulida por los golpes, y lo transforman -con sus manecillas apenas formadas- a fuerza de más golpes en láminas de pan prometido.
Las colinas donde se esconden la tuberculosis y el sida parecen moverse por tanto chaval hambriento que busca entre sus intestinos. A lo lejos, en las calles limpias y bajo la sombra de brillantes parasoles, los intermediarios de la mercancía rescatada de los desechos, sorben café y cuentan sus ganancias. Cada moneda es una cicatriz de un metal oxidado, o la aguja infecta del virus mortal, o un niño enterrado bajo toneladas de escombros.
Francisco J. Segovia -Granada-
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