martes, 15 de enero de 2013

RAYO DE SOMBRA


El maldito despertador rugió en mi cabeza y el sueño, no satisfecho suficientemente, me hizo vacilar antes de levantarme. Tendría que empezar a rebajar con hielo y agua ese anís libanés puro y cristalino de alta gradación, como me habían sugerido mis amigos armenios. Mi cráneo estaba a punto de partirse. Me lavé la cara con abundante agua fría. Tomé una extensa ducha. Había comenzado el ritual acostumbrado. De los dos pantalones que tenía elegí el azul. Tuve menos trabajo para decidir qué camisa ponerme, pues sólo una estaba limpia, aunque un poco arrugada.
“Voy a cambiar de lavadero. Estos tipos me devuelven la ropa como un estropajo. Si tuviera plata mandaría todo a... la tintorería. Estar solo vaya y pase, con el tiempo me acostumbré. Pero además sin guita, esto es demasiado. Siempre mal vestido, siempre dando lástima”, pensé.

Una mañana como todas. Después del baño seguiría el desayuno, el viaje, la oficina, el regreso. Previsible y aburrido. Mientras hacía las tostadas y preparaba el primero de los cientos de cafés cotidianos, consideré las ventajas de ganar una buena suma de dinero en los juegos de azar. Nadie podía culparme por falta de esfuerzo y perseverancia. Una buena parte de mi magro sueldo (una parte cada vez mayor), la destinaba a los más diversos recursos: una vez por semana apostaba a los burros siempre equivocados que me cantaba Mencho. Todos los días compraba un billete de lotería, y además ensayaba múltiples combinaciones de números para acertar con los pozos millonarios que prometían las ofertas de mi vecino y amigo Esteban, el agenciero. Donde había desafíos grupales, dados, timba, ahí estaba yo. Firme. Constante.
“Es cierto que algunos juegos son muy arriesgados. Y si no ganás, tenés que redoblar la apuesta. Me viene pasando hace tiempo. Hace demasiado tiempo. Sin ir más lejos, ayer me endeudé hasta las bolas. Hice una prueba: jugué a la cabeza, a los diez y a los veinte premios, a los dos y a los tres primeros números, con redoblona. Cero ganancia. La columna roja sigue creciendo. Esto es agotador. Me estoy quedando en la ruina. Es que tengo mala suerte. Me baten cualquier cosa. Es preciso buscar otro informante, con el Mencho no va más. Quiero cambiar. Necesito cambiar. Pero no puedo. No es que no quiera, realmente no puedo. Un estilo de vida diferente requiere dinero. De otra manera es imposible. No me engaño. Pero... ¿qué haría yo con mucha plata? Supongamos que gano un pozo de seis millones. No sabría en qué invertirlos. Algunas cosas sé. Haría un viaje alrededor del mundo. También recorrería mi país, que no lo conozco. En vez de pagar este alquiler de porquería - debo como tres meses - tendría mi casa (lo primero es el techo, como decía el viejo). Y seguiría laburando, seguro. Al regresar del viaje pondría un negocio de algo, tal vez un restorán atendido por su dueño. ¡Cómo me cambiaría la existencia! Se me hace tarde. Mejor dejo de soñar estas boludeces. No quiero perder el tren, el anhelado y bien amado tren”, reflexionaba en medio de la angustia y la desesperación.

Una jornada como todas. Volver a entrar al descascarado departamento que no era mío. Regresar reventado de hacer de mandadero a los treinta y cinco años. Ni ganas de comer tenía. Sonó el timbre. Era Esteban.

- ¿Qué hacés Juancito?

- Acá estoy, con la mishiadura de siempre. Si querés cobrar mis deudas de juego, vení el año próximo. O sea, el próximo milenio. No tengo un mango.

- A pesar de tu mala onda, igual te voy a dar la noticia. Preparate, Juan. Ganaste los tres palitos. Estamos salvados.

Ha comenzado un nuevo día. La borrachera de anoche ha sido la peor en mucho tiempo. ¿Cómo cambió todo así, tan rápido? No entiendo nada. A la oficina no pienso ir. Ni loco. Que se joda el dueño. No laburo más. Que busque a otro. Yo me mando solito ahora. Hoy mismo ni bien haga los trámites y me paguen, voy a señar ese caserón en Martínez que tengo visto hace meses. Es tan caro que no lo compra nadie. Señores, yo lo compro. Mañana dedicaré el día completo a la ropa. Voy a llenar la nueva casa con trajes, camisas, zapatos y corbatas para el resto de mi vida. Nunca más la ropa al lavadero. Pasado mañana me compraré ese auto carísimo que siempre quise tener para romper la noche. Basta de soledad. Eso sí, la verdad es que me sacaron bastante plata. Entre el Estado, mi amigo el agenciero y las deudas con mis prestamistas, no quedó tanto. La suma restante la voy a invertir.
Por suerte la fortuna está de mi lado ahora. Lucho, el nuevo informante del bar, me batió la justa. Es una fija que no puede fallar: “Rayo de Sombra”.

EMILCE STRUCCHI -Argentina-
Publicado en la revista Gaceta Virtual

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