SUCEDIÓ EN SEVILLA No sé cuantas veces me lo contó mi tío Curro. A él se lo había contado el abuelo Pericón. Todos ellos eran bravucones a morir y aficionados de hueso colorado, como se dice, a la fiesta brava. Aún con el dolor del miserere picándoles en el bajo vientre no se hubieran perdido un domingo de toros en la Maestranza.
Mi tío Curro, quien ya estiró la pata, fue carnicero. El abuelo Pericón, quién también ya pasó a mejor vida, se dedicó al trato de ganado.
La malas lenguas decían que anduvo de cuatrero por los campos andaluces la mayor parte de su tiempo. Vendió más mulas y burros robados que propios. Juraba por sus muertos a cada rato, como buen parlanchín y gran embustero. No decía una verdad ni por equivocación.
Al igual que mi tío Curro, el abuelo Pericón, también soñó en su juventud con ser torero, comprarse un cortijo y tener muchas mujeres, lo que se dice un harén. Para más de cuatro no era más que un hijo de mil putas bien hecho.
En aquellos tiempos, ¿quién en Andalucía, en su juventud, no soñaba con emborracharse de óles y olés, póngale usted el acento donde quiera, y ovaciones una tarde de Feria oliendo a jazmines y claveles en pleno mes de abril?
Ambos fueron entrañables amigos de la taberna y .la mancebía, del habano y de la baraja.
¿Cómo pues concebir que a gente de tal calaña, un día, les fuera a predicar un tío madrileño, muy leído, y precursor de la sociedad protectora de animales, que para colmo hasta hablaba “franchute”, se personara en Sevilla y, públicamente, les exigiera cambiar sus costumbres, empezando por la prohibición de las corridas de toros?
Según el abuelo Pericón, que tenía una memoria fenomenal y que, además, sabía dar color y sabor, entre verdades a medias y grandes mentiras, a las viejas historias, un día apareció por barrio el de Triana “un tío muy fantoche, hablando a los madriles,” que echaba pestes y más pestes de todo lo que fuera el arte de torear, que para él no era ningún arte, sino una monstruosidad, donde los toros y los caballos era los mártires de los brutales picadores, banderilleros, matadores y un público bárbaro, sediento de sangre, dolor y muerte.
Muy pronto, el tal individuo, con perfil de apóstol, cobró fama en Triana y en toda Sevilla, ya que recorría la ciudad como loco y lanzando toda clase de diatribas contra el arte de Cúchares.
Hasta llegó a aparecer retratado en los periódicos el tal “malaje”, que era carirredondo, cachetón, pelilargo y que usaba, a su vez, una graciosa mosca y tupido bigote, mientras que le bajaban en exceso las chuletas hasta unírseles con la mosca.
Por los periódicos supo el abuelo Pericón que aquel empecinado detractor de la tauromaquia se llama Eugenio Noel. Más tarde, el tío Curro compró un libro suyo que nunca acabó de leer, y que se llama “España Nervio a Nervio”.
Lo muy cierto era que aquel tío mal encarado gustaba del mucho hablar y se la pasaba emborronando papeles con plumas de gallino y frente a anchos y hondos tinteros.
Cuando no predicaba contra la Fiesta Brava se metía al café de Los Corales, en la calle de la Sierpe y se la pasaba escribe que escribe sin mojarse la punta de la lengua con una gota de anís, y sin hacer más gasto que una taza de café adulterado y con más leche que otra cosa, “quizá para incrementar su mala leche”, nos recordaba el tío Curro.
Era de veras un tío raro, que por momentos, al mover las manos, por lo “finoli” de las mismas, hacía pensar a los bruscos varones sevillanos que tenía algo de mariquita.
Su fama, en toda Serva-La-Barí, como chulaponamente llamaban algunos a Sevilla en aquellos tiempos en los barrios bajos, no cesaba de fomentarse, por lo que la sevillanía más tradicional se sentía cada vez más ofendida con sus argumentos.
El clamor contra Eugenio Noel se propagaba por Triana, gritaba en la calle de La Sierpe, en el Parque de María Luisa, La Puerta de la Carne, en la Alameda de Hércules y en la Macarena. En fin, donde se le hinchaban los huevos al mal talante de aquellos que rendían tributo a la Fiesta Brava con religioso fervor.
El tal Eugenio no se cansaba de afirmar, convencido hasta los tétanos, que todas las desgracias de España y, por supuesto, de Andalucía, se derivaban del toreo y que, nada más dejase de existir la tauromaquia, todo cambiaría para bien de todos los españoles.
El hombre, un fanático absoluto del arte de torear, estaba por completo convencido que había que acabar con la Fiesta Brava para dar paso a una España civilizada.
No faltaban los bobalicones que, tras escuchar sus encendidas prédicas, empezaban a creer que así sería, al tiempo que otros, los más, cada vez se mostraban más furiosos contra aquel madrileño, que por como se comportaba más bien parecía un inglés puritano.
¿Qué se podía hacer pues con aquel empecinado agitador para que dejara a los sevillanos en paz y se fuera con su molesta música a otra parte?
Corría el año de 1922 y el mes de abril iluminaba la tierra andaluza con furia de claveles, un candor de jazmines y una suave y olorosa fascinación de nardos.
La Feria se anunciaba, libérrima, por todas partes y de toda España, buena parte de Europa y de América, llegaban gentes para ennoviarse con el alma y la carne de Serva-La-Barí.
Lo molesto era aquel tío “malaje”, llamado Eugenio Noel seguía empeñado en permanecer en la ciudad de la Giralda y, lo que era mil veces peor, en no cesar en sus prédicas contra el arte de torear.
Hasta el momento nadie lo había molestado pese al disgusto que en la mayoría producían sus palabras y su presencia. Se le deja decir cuanto quería, lo que hablaba muy bien de la civilidad del pueblo sevillano. Unos lo oían y otros le chiflaban, pero hasta ahí. Él insistía en sus discursos como si nada. En verdad tenía algo de loco.
Llegó así la tarde de la primera corrida de Feria. El abuelo Pericón, junto con otros, ya había pensado en cómo podrían deshacerse del predicador madrileño.
Aquella tarde, poco antes de llegar a la Plaza de la Maestranza, se encontraron con el aguerrido antitaurino echando y echando de su ronco pecho toda clase de improperios contra la Fiesta Brava, y los seguidores de la misma, que él calificaba “enemigos de España”.
El abuelo Pericón creyó que había llegado la oportunidad de poner en acción su plan contra el intruso, por lo que corrió en busca del maestro Violeta “El Parlanchín”, conocido barbero de Triana, que contaba cuarenta chistes por minuto y era como él un gran aficionado a los toros, al vino y a las mujeres.
Por suerte lo encontró camino de la Plaza, lo hizo volver por sus herramientas de rapar. El apóstol antitaurino seguía, en mitad de un corrillo, con su perorata.
El abuelo Pericón , junto con el maestro Violeta “El Parlanchín” y varios amigos rodearon al orador y, cuanto éste menos lo esperaban, lo sujetaron con gran fuerza, como se hace con los mulos falsos, y antes de que tuviera tiempo de reaccionar, la máquina de rapar del maestro Violeta le había hecho un camino que le surcaba desde la frente a la nuca toda la cabeza.
El maestro Violeta, dichoso, como si le hubiera tocado el Gordo de Navidad, pues el juego de la lotería era otra de sus pasiones, continuó rapando la testa del predicador y de paso todo su rostro.
El madrileño no salía de su asombro tratando de patalear y manotear con el fin de de liberarse de aquellos “monstruos salvajes e incivilizados andaluces”, según los llamó.
Los aficionados que transitaban por el lugar formaron un gran corro para ver el acontecimiento. En menos de lo que canta un gallo Eugenio Noel fue despojado de su larga cabellera, de sus atractivas chuletas y hasta de su mosca y tupido bigote. Al igual que Sansón pareció perder su fuerza y hasta su voz.
Carirredondo y cachetón y con su cabeza pelada al rape su virilidad cayó por los suelos. Las risotadas de la gente llegaban al río Guadalquivir y a la Torre del Oro y también los chillidos del madrileño que clamaba y lloriqueaba como un niño.
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Fue éste el fin de la estadía del apóstol antitaurino Eugenio Noel Muñoz´en Sevilla, donde jamás se le volvió a ver . Hay quienes aseguran que al siguiente año, ya con su cabellera y su barba crecidas, se le vio por México y Guatemala y otros países iberoamericanos, donde se cuidó mucho de exagerar en sus prédicas contra la Fiesta Brava.
Finalmente moriría en Madrid el año de 1936, donde había nacido en 1885.
DEL LIBRO INÉDITO: “ENTRE LA REALIDAD Y EL SUEÑO”
DE
JUAN CERVERA SANCHIS