Al pintor Fernando Beorlegui.
Era un país de montaña
a horcajadas entre el mar y el cielo
con cerrados bosques de hayas y robles sagrados
y bucólicos valles de infinitos verdes
humanizados por el trabajo y el esfuerzo.
Un país de gentes tan calladas y laboriosas
como rudas y sentimentales
que cantaban canciones románticas
en un idioma perdido entre los pliegues del tiempo.
Era un país de mil aguas
a veces rumorosas y a veces exaltadas
donde la lluvia y las olas
se buscaban como hermanas.
Un país de ríos impetuosos y rías amansadas
donde en los rizos de las mareas
con los reflejos del fuego
las lamias se peinaban.
Era un país de terribles galernas
que levantaban al mundo del suelo
donde las brujas en libertad
volaban por el aire llevándose nuestros sueños.
Un país donde los ferrones
arrancando la madre a la tierra
con voluntad, sudor y brego
le daban al fierro la vida
y el alma al acero.
Era un país antiguo
con tradiciones y mitos arcaicos
que se perdían en los santuarios de las cuevas
y en los siglos extraviados de la piedra y del hielo.
Un país conquistado por un Dios jacobino
predicado por curas rancios y sacristanes secos
donde mi adolescencia
quedó para siempre encarcelada
entre los muros del miedo al pecado
y del ingenuo arrepentimiento.
Un país ahora lejano
por la distancia y el paso del tiempo
pero que como un conjuro
que me roba el alma
todavía eriza mi piel con su recuerdo.
De aquel país
plegado entre los montes
que en la noche del solsticio de verano
cantaba y danzaba en torno al fuego
hoy solo quedan las cenizas de la hoguera
arrastradas por el viento.
Un país acobardado y conservador
ganado por la inercia, la gula y el aburrimiento.
Un país envejecido
donde reinan el temor y el miedo.
Alberto López.
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