jueves, 17 de abril de 2014

VALEROSOS HOMBRES ANTORCHAS


Por: Luis Payares Mercado

En Chalán, el 12 de marzo del año 1996 a las 7:00 p.m. de un día martes, en el momento en que las calles del pueblo se hallaban escasamente transitadas, pues  las familias comían en sus casas y veían la televisión, inesperadamente sonó algo tan espantoso, un estallido seco y duro, cual ventoseo de  un   aparato de guerra, que despedazó en ripias a un viejo jumento que en su inocencia animal cargaba lo que en el estallido arrancó árboles, lanzó  hierros oxidados y piedras asesinas, despedazó bancas de concreto, abrió puertas que de antaño permanecían condenadas, e hizo correr a ancianos con velocidades de jóvenes, esfumó perros a velocidades de gacelas y quebró ventanas a distancias considerables.
Tiros, granadas, morteros, estallidos, gritos, insultos, estruendos, carreras de gente con botas, aullidos de perros asustados, llantos contenidos, niños llorando… y un silencio intermitente que los instrumentos de guerra truncaban con sus sonidos conminatorios.

La ira, el odio y la ignorancia  del hombre vacío, resumido en la violencia, se juntó con el metal y el vicio. Aliados, sin motivos importantes y ya poseídos gritaban luego “victoria”, comían, bebían, fumaban y se gozaban, mientras otros silenciosos en sus refugios clamaban perdón y misericordia. Los once, sentían y veían  a la infame muerte, que no les daba permiso para pensar en el Ser Supremo, en recordar a sus seres queridos, en hacer una necesidad fuera de sus  pantalones, ni para llorar porque sus  cuerpos ya habían
excretado demasiado. Sus fusiles sin alimento desfallecieron, volviéndose inútiles a la defensa para la conservación de sus vidas y en último, los que aún tenían vida, optaron por rendirse ante brava ofensiva.

Antes, un avión como un ave defecaba llamas de fuego que iluminaba todo el pueblo cual luna llena. Para los agentes fue una luna para muerte.  Delató sus trincheras.
Los sacaron de sus cambuches, cansados, adoloridos, llorosos, rendidos; untados de sangre, tierra, heces fecales y orín. Temblorosos cual polluelos emparamados. Fueron bañados con plomo escupido y con fuego que consagró sus almas. Almas que hoy claman que no los echen  al  olvido.

A las doce de la noche, sin una gota de agua, se presentó un huracán seco y errante como venido de un desierto, trajo relámpagos, sus corrientes impetuosas de aire se herían con las líneas eléctricas, cercenaba hojas y ramas de árboles vigorosos. Se arrastraba por las calles cual serpiente antigua. El pueblo quieto, cada quien en el lugar donde logró refugiarse al momento del gran estallido de la carga que llevaba el borrico. Esa noche,  las camas fueron las que durmieron sobre sus dueños.
A las cinco de la mañana, asustados, cantaron los gallos y  pájaros. Llegó el nuevo día. Un olor a carne quemada se esparció por el  pueblo, y uno a uno de sus habitantes se fueron  levantando de sus refugios como semejando una resurrección. Acto seguido, cada quien emprendió una búsqueda temerosa de sus familiares;  en donde el interrogante y el no saber nada, era lo que imperaba en aquella mañana del día miércoles 13 de marzo.

Los autores del hecho degradante, cobarde e inhumano, desaparecieron, se esfumaron, se escaparon, sin dejarse alcanzar del ojo insatisfecho, de ver quiénes fueron.
En el murmullo de sus habitantes se escuchaba: “¿No has visto a mi hijo?”, “yo me cagué”, “yo me oriné” “mamá se privó”, “a la abuela le dio el ataque de nervios”,   “pero, qué pasó, vamos a ver”,   “dicen que fue un burro”, “se metió la guerrilla”, “acabaron con los policías”, “los quemaron”, “vamos, vamos a ver”, “no dejan pasar, ya llegó el ejército”, “mataron a los policías”…

Sí, allí estaban once policías, irreconocibles, destruidos con todo y comando, con la Alcaldía, con la Escuela Gabriela Mistral, con el Colegio de Bachillerato y con las casas vecinas, algunos yacían  en el pabellón del fusilamiento, acurrucados por las llamas del fuego. Los quemaron. ¡Cuánto dolor! Fueron ellos, valerosos hombres antorchas. No eran de Chalán, pero cuidaban a Chalán y murieron haciendo lo propio por Chalán: El comandante de la estación, Fernando Luis Carrascal Mendoza, de Momil (Córdoba). Los agentes: José Rufino Alvarado Guillen, de Barranquilla; José Ramírez Montes, de Chinú; Néstor Marriaga Hernández, de Barranquilla; José Deider Díaz Paternina, de San Antonio de Palmito; Jhon Fernández Ospina, de Dos quebrada (Risaralda); Jhon Alexander Julio Buelvas, de Cartagena; Arístides Barrios Álvarez, de Corozal; Jesús Restrepo Mendoza, de Barranquilla; Samuel Díaz Julio, de Sincelejo; y Heberto Fernández Rodríguez, de Calamar (Bolívar).

Lloró el pueblo, lloró Chalan, lloró Sucre, y lloró Colombia.
Que sea este  holocausto de hombres antorchas, un motivo para no olvidarlos y para no olvidar, que Colombia ya ha  ofrendado muchas vidas a la muerte violenta. ¡Basta ya!

Ayer, después de 17 años,  en el parque de Chalán, el sonido de una gaita se escuchó  con más ímpetu que aquel estallido del “burro bomba”. Era la gaita de Adolfito Álvarez, que había venido de Ovejas y Morroa, de cosechar libertad, de gritar, tocar y cantar en sus festivales que en Chalán ha florecido la paz.

Publicado en el periódico digital La Urraka Cartagena

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