martes, 8 de enero de 2013

PALABRAS


Siempre me dio por coleccionar palabras.
Otros juntan estampillas, peinetones antiguos o corchos retocados. No es mi caso.
A mí me subyugan determinadas palabras.
Me las voy encontrando por el camino.
A veces en la reflexión.
Y también las tropiezo en el mercado o en cualquiera de esas audiciones de radio donde el locutor las deja caer, y ahí quedan abandonadas y sin destino.
Ya tengo varios frascos llenos que ocupan toda la alacena del altillo.
Y creo que voy a tener que habilitar otro lugar.
De vez en cuando, especialmente los domingos por la mañana en que toda mi familia duerme, doy vuelta los recipientes sobre una mesa y las reviso.
Las miro,
las huelo.
Las pongo a contraluz y las comparo.
Y siempre me las llevo al oído para escuchar sus cadencias cuando las agito.
Responden al tacto de bordonas singulares.
Al sesgo único de cada alma.
Como “guaino”, que en realidad expresa un son musical pero que, al principio ya sonaba cadenciosa, conforme me dijo la señora que me la obsequió.
O como “abedul” que, por más que no quieran, fue el germen de todas las abedulinas, o si fuéramos más lejos, el abedular;
En todo caso por aquello que al principio fue sólo el verbo.
A algunas las fui descartando por frágiles, como “deleznable”, porque el sentido que me imprimió al comienzo, se da de patadas con el diccionario.
A decir verdad, suelo disfrutar con “tremolina”, que se las trae.
O “azafrán”, por su giro pajizo.
O con una difícil: “Cardamomo”.
También en un frasco tengo “Viracocha”. ¡Qué hechizo que posee! Sabe a dulce maíz… y a cierta confusión de los orígenes. De tal modo que, quizá algún día, todos los niños a quienes bautizaron Rodrigo, vuelvan a llamarse Viracocha.
¡Vaya a saber!
“Humo” es pingorotuda. Hay que mostrar eréctil los labios.
No es “ahumar” que ya es fatuo.
Pero, desde hace algún tiempo estoy obsesionado con una que me cargué y que, como a un endeblucho lechuguino, me tiene achichonado: “pliegue”.
La boca, para poder mencionarla, tiene que horizontalizarse hacia los lóbulos en una línea perdida.
Hay que gesticular una reidora por las comisuras.
Hasta donde pude percibir, pliegue es el grácil sesgo de una imagen en la que la luz permite mostrar el claroscuro de sus formas.
Es ahí donde la vida puede apreciarse en toda su contiguidad, porque torna, rola, reaparece.
Es el punto donde algo se ceña y estría.
Resulta un acaecer para cualquier mortal que desee volverse hacia sí, porque hubo una vez en que dudamos y fuimos débiles.
Luego nos encontró la embriaguez del almibarado bies de la falda de siempre en busca de la bocamanga trashumante.

¡Qué objeto la palabra!
Las hay gracejas, taimadas, aprobantes.
También menuditas y chuscadas.
Cual misterio de la creación.
El habla.
El amor.
El regreso…
Pliegue… pliegue… pliegue…
Ji… ji… ji…

JUAN DISANTE
Publicado en el blog verbosa-mudez

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