miércoles, 16 de enero de 2019

CAUSAS DE LA EXTINCIÓN DE LOS BASILISCOS


La simple observación parece indicar, sin ningún género de dudas, que la especie de los basiliscos está extinguiéndose. De los estudios realizados se desprende que este hecho no se debe tanto a la persecución que de ellos hacen los nativos -llevados de sus supersticiones-, sino más bien a la lentitud con que estos animales realizan su ciclo reproductivo y a los obstáculos que en él encuentran.

En efecto, no es cierto que los basiliscos puedan matar con su sola mirada. Suelen, en cambio, lanzar por los ojos sendos chorritos de sangre. Esta sangre produce en la piel afectada una suerte de úlceras o pústulas, en las que se forma una materia orgánica de la que nace un gusano conocido científicamente como Vermis basilisci (Boitus). Tales gusanos se desarrollan en el cuerpo humano como parásitos y van lentamente devorando el sistema nervioso, hasta que terminan, en su fase final, por vaciar la cavidad craneana. Este proceso puede durar entre treinta y cinco y cuarenta años. El enfermo gradualmente va perdiendo el dominio de sus miembros y de sus sentidos, y puede, inclusive, morir prematuramente. Pero el vermis no abandona el cuerpo hasta no haber terminado por completo con la masa encefálica. Entonces, convertido en una especie de pequeña culebra —nunca mayor de veinte centímetros—, abandona el cadáver e inicia una lenta migración hacia las zonas pantanosas. Pocas, en realidad, llegan a destino, pues, en el frecuentemente largo trayecto, mueren de hambre o son devoradas por cuervos o búhos, y también por pequeños mamíferos carniceros, tales como la marta, el hurón y el armiño. Las escasas culebras que logran sobrevivir completan su metamorfosis entre el calor y la humedad de los pantanos, de donde, al cabo de un período que oscila entre cinco y seis semanas, salen transformadas ya en basiliscos. Pero no es cierto que estos animales puedan matar con su sola mirada.

Del libro Imperios y servidumbres de Fernando Sorrentino -Argentina-
Compartido por Rolando Revagliatti

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