Cada vez que el hombre escupía sangre, tras un leve tosido, se llevaba la mano al pecho con la intención de aliviar el dolor. Le quedaba poco para llegar al hospital. Había sorteado la oscuridad que precedía a la estación de servicio, los ladridos acosadores de los perros guardianes e, incluso, al grueso vigilante que le miró desconfiado hasta perderlo de vista. Era importante insistir en que se trataba de un accidente. Lo primordial era no alertar a la policía. La herida no parecía grave, con cualquier cosa se hubiera producido. De ningún modo podía delatar lo que ocurrió. Nunca nadie debía saber la verdad. Sobre lo alto de los edificios, reluciente, pudo ver la gran cruz iluminada y azul del hospital. No faltaba tanto. Un último esfuerzo y lo conseguiría. Corrió para cruzar la calle, ansioso, y un coche lo atropelló sin remisión. En el hospital, finalmente, certificaron su muerte por accidente. Nadie, nunca, llegó a saber la verdad.
Isidoro Irroca
No hay comentarios:
Publicar un comentario