domingo, 30 de octubre de 2016

EL PIE


El Maestro no dijo no. Dijo que debía primero mirar largamente el ciruelo. Cuánto tiempo, preguntó Fujio, y se dio cuenta de que era una pregunta inoportuna. Desde la sala en donde el Maestro los iniciaba en el arte del dibujo miró el ciruelo del jardín. El árbol era pequeño, pero estaba en un promontorio verde y a un costado había un banco que todos llamaban “de la alegría”. Sentarse allí y empezar a sentir cierto bienestar, eso es lo que debía ocurrir, y también recorrer lo demás con una sonrisa. Pronto, muy pronto el ciruelo florecería. Mientras tanto, Fujio dibujaría las ramas con los botones y las yemas a punto de abrirse; el color marrón y el verde allí, en el brote, y las tonalidades perdiéndose cuando las ramas ascendían hacia el cielo. El Maestro lo estimuló en la observación de los detalles. El ciruelo, a todo esto, se había adornado en su totalidad y alegraba el jardín. Una flor, le dijo el Maestro, dibuja una flor. Fujio se detuvo en la corola, en cada pétalo, en los pistilos y en los estambres, en la coloración y la suavidad del cáliz y luego, sí, en la flor completa, mirándola cada día desde un ángulo diferente, rodeándola con amorosa paciencia. Después se dedicó al árbol y siguió su forma y movimiento, lo hizo como quien sigue un camino que no sabe adónde lo lleva. Al cabo de un tiempo, parecía haber en las láminas no uno sino varios ciruelos y el Maestro y los otros discípulos le estaban agradecidos porque sentían su respetuosa dedicación a la belleza. Para entonces Fujio se había olvidado del impulso original: no dibujó el pie de una geisha, pero de haberlo hecho, hubiera sido una obra maestra.

Del libro “La turbulencia del aire” de Inés Legarreta -Argentina-
Compartido por Rolando Revagliatti

No hay comentarios:

Publicar un comentario