A mi amigo el griego, que sí entiende.
La tarde que el viejo capitán se marchó a su tierra enfermo y sin un peso en los bolsillos, su barco quedó amarrado e inquieto. Se cuenta que en la noche se le oyó crujir profundamente, como si quisiera zafarse las amarras, quién sabe para qué. Cosas de barcos. Nadie en el puerto pudo dormir, ni esa, ni las noches que siguieron. Así de fuertes eran sus dolores y estremecimientos. Los nuevos dueños, ajenos del todo a estos asuntos de mar, se habían hecho de él por el cobro de deudas. La mañana que aparecieron en el puerto se quedaron mudos de sorpresa ante la imagen de su pobre garantía: “La Esperanza” había envejecido. El peso de años de duro trabajo cayó sobre él en cuestión de horas. Estos dueños, incapaces de sentir ni de entender nada que no sirviera al brillo de sus zapatos de cuero, maldijeron al viejo y al barco; maldijeron a la gente descalza y curtida que miraba con ojos hundidos por el insomnio cómo sudaban dentro de sus camisas blancas de lino; maldijeron al absurdo mar, al olor detestable de sal y de pesca que comenzaba a marearlos; y se fueron para no volver porque el inmenso cacharro no daba ni para pagar los gastos del desguace. Entonces la gente, conmovida, atendió a su ruego, e ignorando normas y trámites, cortó las amarras y lo dejó ir. Esa noche todos soñaron el mismo sueño, un sueño de barcos hundidos, ladeados en lo profundo del mar, meciendo suavemente su esqueleto; barcos que a su vez soñaban con viejos capitanes.
Carolina Fonseca -Venezuela-
Publicado en suplemento de Realidades y Ficciones 69
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