Amaneció ese día con nubes
preñadas de celajes,
y la brisa que cantaba
junto al pájaro chogüí, y era tuya la risa
como manantial de abril
refrescando la flora de capullos
que con el viento cantaba.
Eran días de verano,
y una historia de lluvias y semilla
se contaba, de mareas y reflujos
de sal que agonizaban;
en la malta del recuerdo aún molían
memorias como el arado al surco,
como la espiga del trigo en la vendimia
del otoño.
Yo te llevé de la mano
desde el alba hasta el ocaso,
te enseñé a pintar celajes de colores
con mi prosa, y a dibujar arco iris
en crepúsculos celestes de horizontes
de acuarela y de papel...
En la aridez del desierto,
de mis penas y locuras, tú me enseñaste
a quererte y a desvelar temores,
y en el frío del invierno me envolvías de tu piel
que de tu boca me dabas a beber,
a beber vino,
el vino tinto de tus labios que embriagaban,
que llenaban mi sendero de bohemias
alboradas...
Me di cuenta el mismo día
que dejé de oler tu piel, no me miraron
tus ojos y tus labios
no me besaron más;
me di cuenta que lo bello no florece para siempre,
que ya tu amor y el mío, como ocaso
de la tarde, encontrarán su refugio
en el recuerdo del tiempo,
o quizá florezca una nueva primavera
en la quietud del olvido...
Ricardo Flores Joya -El Salvador-
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