Esa mañana, los inclementes rayos del sol me estaban achicharrando, temí que me diera un golpe de calor, no había en toda la vera del camino ningún lugar sombrío adonde dirigirme. Desfallecido, casi sin fuerzas, mi cabeza se dobló en dirección al suelo, y pude apreciar mi sombra tendida en él. Empecé a alucinar, sentí que ella se condolía de mi sufrimiento. Y vi que se enrollaba en si misma girando como un remolino, fue entonces que comenzó a saltar y cada vez lo hacía más alto, hasta llegar a una altura en que ella flotaba como el aire mismo. Y como una pequeña tromba fue tomando la figura de una alada boa, la cual abriendo grandemente sus fauces me engulló en su interior. Yo estaba sorprendido, consciente de todo, sentí mi cuerpo ingrávido como la misma sombra, y sin asomo de dolor.
Ella inició, casi a ras del suelo, una rápida y serpiginosa carrera atravesando toda esa ruta de rala arboleda y metiéndose debajo de la hojarasca emergió en un manantial de cuyo seno nacía un río de aguas frescas y cristalinas. En la ribera del río, ella me expulsó, y emitiendo una exclamación de alivio, desprendió una parte de sí misma, de color verde la cual aleteó en el aire hasta perderse de vista. Y el resto de ella, se quedó acostada acompañándome, integrada a mi cuerpo.
Antonio Fco. Rodríguez Alvarado
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