Terminado el almuerzo, Lu guardó los platos en la canasta y yo recogí el mantel. Luego, mientras ella se alejaba con los bultos, volví a observar a nuestros vecinos colina abajo, a orillas del río. Seguían empeñados en hacer su fogata así que bajé y les di mi encendedor. Ellos se limitaron a mirarme con sorpresa y algo de miedo, pero creo que es natural. Me alejé sin esperar las gracias y volví con Lu, que inmediatamente preguntó la razón de la demora.
Cuando le conté sus ojos parecieron desorbitarse.
— ¡Paradoja! ¡Paradoja!—gritaba— Tú sabes que no podemos dejar nada atrás.
Yo la tranquilicé explicando que aquello de las paradojas era un cuento de la empresa para que los clientes no causaran contaminación redundante en una época tan limpia. Pero un simple encendedor, ¿qué tanto caos podría provocar? Si lo hice, fue porque me pareció chistoso verlos tratando de hacer fuego con un encendedor.
— ¿Quién sabe?—le dije a Lu para mortificarla aún más— Puede que gracias a mí el hombre aprenda a dominar el fuego y de allí a la combustión infinita. A lo mejor toda la historia depende de esto. Las
Guerras del Fuego, los motores eternos, las máquinas de tiempo. En tal caso deberías estar orgullosa de mí, porque al entregarles ese encendedor infinito, actué como instrumento del Destino.
En vez de responder, Lu señaló el tablero y la tarifa que seguía aumentando, así que me apresuré a
cerrar la cápsula.
—Más te vale que no haya ningún problema—con un gracioso movimiento se inclinó a tirar de la
palanca—. ¡Instrumento del Destino! Menudo tonto me he buscado.
El ronroneo habitual de la máquina nos tranquilizó. Al elevarnos por encima del paisaje pude echar un último vistazo a las formas peludas que saltaban eufóricas alrededor de una fogata humeante.
Alexy Dumenigo Águila (Cuba)
Publicado en la revista digital Minatura 149
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