La tarde caía con la premura habitual de los días de invierno; el cielo se ruborizaba, y por las calles soplaba un viento benigno y agradable. Con la retirada del poderoso astro, la temperatura empezaba a descender, situándose en torno a los 16º, con la compañía de una suave brisa.
Serían las 16:00 cuando salieron del sótano del supermercado, después de tan largo trayecto. Tras dos horas y media de viaje hundido en aquel apacible sueño que tan feliz lo había hecho en su inconsciencia, ahora estaba completamente desconcertado. No sabía dónde estaba, y las pocas dotes comunicativas del contacto en nada le ayudaban. Después de aquellas cuatro palabras que le habían devuelto a la realidad, había vuelto a sumirse en un escrupuloso silencio.
Se limitó a seguir al contacto, en espera de que éste tomara alguna decisión de relevancia. Le sorprendió cuando lo vio entrar con decisión en un pasaje oscuro y frío, aparentemente abandonado; se dirigió a una finca vieja y llamó a un timbre. Ante la escueta pregunta que recibió, dio la respuesta no menos breve de Guantánamo. Se abrió la puerta y entraron a un rellano polvoriento. La finca carecía de ascensor, y por el aspecto ruinoso daba la impresión de estar a punto de derrumbarse. La escalera era estrecha; con dificultad cabía un hombre, y menos alguien de la complexión robusta del contacto. Éste pasó en primer lugar, seguido del otro, alumbrados tan sólo por los débiles hilos de luz que pasaban a través de las ventanas.
El entresuelo les abrió el paso a un restaurante de lujo, de cinco tenedores. Aquello acabó de dejarlo estupefacto. Su actitud había sido directa, sin el menor atisbo de duda, como si desde el principio supiera a dónde se dirigía. Buscó al camarero y pidió la reserva para dos a nombre de Ernesto. Tomaron asiento en medio del comedor. De un techo alto colgaba media docena de lámparas de araña que iluminaban la sala con una luz ocre, a tono con el color amarillo de las paredes. La mesa les ofrecía una visión general de toda la sala; era muy fácil vigilar y observar al resto de comensales; y se dijo que aquella decisión tampoco había sido casual. Los demás clientes eran gente adinerada, a juzgar por su imagen de traje y corbata. El otro no pudo evitar una sonrisa de burla, siquiera durante unos segundos, cuando se sintió rodeado por un ejército de pingüinos.
Sólo después de sentarse, el contacto se quitó las gafas de sol y dejó entrever unos ojos grandes, con una mirada aviesa y taimada, inteligente. Entonces, con la calma que le ofrecían el reposo y la temperatura, el otro pudo observarlo más tranquilamente. Debía de estar entre los 30 y los 40, no se atrevía a afinar; tenía el pelo muy corto, con las patillas delicadamente recortadas y el rostro rasurado por completo. En cuanto se desprendió de su chaqueta pudo intuir los fibrosos músculos que se dibujaban a través de su camisa blanca. Al verlo así, con esa estúpida imagen de perfección, con aquel lustre de efebo, de hombre de gimnasio que apenas se dignaba a dirigirle la palabra, el otro reafirmó su primera impresión de estar ante un muñeco de cera.
JAVIER GACÍA SÁNCHEZ
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