De nuevo con prisas. Le gustaba apurar hasta el último minuto, aunque luego sintiera que le faltaba el aire y que llegaba tarde. Acaso fuera necesario para su cuerpo sentir ese torrente de adrenalina, esa tensión que le ponía los nervios a flor de piel. Ahora se enfrentaba al problema de saber dónde había dejado las llaves del coche; ni tan siquiera recordaba quién había sido el último en cogerlo, si él o su mujer. Siempre con los mismos despistes. Empezó a registrar la mesa de despacho; apartó varios libros de medicina que solía consultar, cccfrecuencia, pero nada. Abrió los cajones de su cómoda, revolvió las ropa interior y las medicinas, pero ahí tampoco estaban. Tenía una operación en media hora e iba a llegar tarde. Miró en la cómoda de su mujer. Entonces se quedó estupefacto: en medio de aquella actividad frenética que le llevó a desordenar sostenes y medias encontró un pepino. Al momento acudieron a su mente varias sensaciones enfrentadas: por una parte, de humillación. Era cierto que su matrimonio estaba pasando por una crisis, y que él y Claudia se estaban distanciando, hasta el punto de llevar ya una semana sin sexo. Claro que ella tenía derecho a satisfacer su libido, pero hallar el objeto que estaba sustituyéndolo, el cuerpo del delito, le hizo sentirse despreciable, un ser insignificante; y, además, aquel pepino, que luego perfectamente podía ir a la ensalada sin él saberlo, después de haber estado dentro de ella y haberle hecho gozar... Sintió un escalofrío al pensarlo. Pero acto seguido se sintió satisfecho, pues aquello no era ninguna infidelidad; y el hecho de pensar que su sustituto era semejante hortaliza le hizo sentirse orgulloso de sí mismo.
Al cabo de medio minuto de tan profundas reflexiones salió del ensimismamiento en que estaba sumido, más angustiado por el tiempo que había empleado en tales cavilaciones y fustigándose por su actitud tan dubitativa en un momento tan delicado como ése. Continuó pensando, apremiado por cada segundo. Recordó que el día anterior se había cambiado de chaqueta; abrió el armario y palpó los bolsillos. Efectivamente: ahí estaban, en el izquierdo.
Llegó tarde al hospital, como temía. Por suerte, aún fue posible hacer la operación. Una intervención larga y complicada, de seis horas, que lo mantuvo en una gran tensión. Era lo que más le apasionaba de su trabajo: ese riesgo, aunque fuera con una vida ajena. Saber que la vida de otra persona estaba en sus manos, que de él dependía que se salvara o que muriera, le hacía sentirse poderoso, al tiempo que recaía sobre él una gran responsabilidad. Era, de nuevo, esa especie de mezcla de sensaciones encontradas: era el dominio sobre el otro, la fuerza; pero también el peligro, el sudor frío.
Volvió a casa tarde, pasadas las 23:00, fatigado y hambriento, pero satisfecho por el trabajo bien hecho. A pesar del distanciamiento, Raquel lo esperaba con la mesa puesta, para cenar juntos, como un matrimonio tradicional. En cuanto se sentó se quedó mirando con los ojos desorbitados el primer plato, esa ensalada, ese tomate, esa cebollita, ese aguacate, esa lechuga, esas aceitunas, ese maíz, ese atún... ese pepino.
JAVIER GARCÍA SÁNCHEZ
No hay comentarios:
Publicar un comentario