Es inevitable pensar
en la muerte
cuando te asalta
como un vulgar ladrón
de carteras
y se confunde y no pregunta,
aunque sea para asustarte,
si la bolsa o la vida
sino que se lleva la vida
y te deja
casi siempre
con un palmo de narices.
Es casi imposible
no sentir esa estafa
que te obliga a contratar
un seguro de muerte
y a repetirle mil veces
al de la funeraria
que no te ponga rosas
en el féretro
porque desde siempre
has sido alérgico.
Es inaudito que uno
al final
quiera morirse
si encima tiene que escuchar
lo de “era buena persona
a pesar de sus cosillas”.
Y lo que más duele
sin duda
es que ganen la apuesta
los amigos.
No es de recibo
siquiera
que repitan solemnes
que Dios lo tenga
en su gloria
cuando tal vez
ya estaba en la gloria
en esta vida.
No me extraña que la gente
por un general
no quiera morirse
y se resista hasta lo indecible.
Es de mal gusto que se empeñen
en cerrarle los ojos a los muertos
y no puedan ver siquiera
quiénes asisten a su entierro.
Y solo porque no escriban
en el libro de condolencias
esas frases horribles
con aires de trascendencia
yo pediría no morirme jamás,
aunque tuviera que pagar
el seguro de los muertos
hasta el día del juicio final.
Isidoro Irroca
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