Mi abuelo era un hombre de una imaginación ardorosa y casi ilimitada inteligencia. Lástima que, además de estos dones, tuviera una visión mefistofélica del mundo que, para su propia desgracia, le llevaba por caminos tortuosos hacia descabellados infiernos.
-¿Qué es el infierno? –le dije yo un día.
- El infierno –contestó- es el calvario de las malas conciencias. Imagínate que escupes a tu madre y que ésta, por influjos de su misma maternidad, no te inflige un castigo, sino que calla, sufre, se entristece… Tú tienes buen corazón, es obvio, luego tu mala conciencia empezará a atormentarte. Eso es justamente el infierno.
-¿Tú tienes mala conciencia? –le pregunté sorprendido.
- Así es, hijo, tengo mala conciencia.
- ¿Por qué? ¿Qué hiciste?
- Vendí mi alma al Diablo y, con el alma, la voluntad.
- Pero tú eres buena persona…
- Ese es el quid, que soy buena persona. Si mi conciencia estuviera desbaratada, mi alma, que ha abominado de Dios, sería dichosa en sus servicios diabólicos. Pero el Diablo, que es una fuerza incontenible, no puede cambiarme la naturaleza, que tiene un norte divino ¿Me comprendes? Ahí se funda el infierno. En mi alma nacen flores que acabarán siendo ortigas.
A punto ya de morir, solicitó mi presencia. Yo tenía un nudo en el pecho que, impensadamente, fue volviéndose llanto al oírle pronunciar estas palabras:
- Hay algo que el Diablo no ha conseguido, hijo mío: quitarme el amor que te tengo. A este amor me doy para que, al menos en el último trance, florezca en mi alma una rosa.
Del libro “Vindicación de J.L. Borges” de
MARIANO ESTRADA
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