Atardecía. Había llovido intensamente durante varios días, mucho más de lo que nadie hubiera recordado. La tierra se empapó de agua hasta ahogarse y el cielo quedó seco de tanto llorar.
En un momento en que el silencio que precede a la noche se hizo amo y señor, se produjo un suave seísmo, uno de tantos que agitaban esa zona de la tierra de vez en cuando. Triunfante en innumerables desafíos anteriores del tiempo y de los hombres esta vez, sin embargo, la diosa se estremeció y se vino abajo derrotada, casi sin levantar polvo y convirtiéndose en rojo barro que los años venideros arrastrarían hasta el cauce del río que la circundaba.
Así, un siglo quinto del tercer milenio, acabó la Alhambra. Su suerte -deseada por muchas deidades venidas a menos- fue que, en aquella desgracia, ningún testigo diera testimonio de tan trágica pérdida. La humanidad, que la construyó y admiró durante siglos, hacía varias décadas que no existía, extirpada de la faz de la tierra por un desconocido virus que llegó de improviso, quizá de las estrellas, y contra el que no se pudo descubrir cura alguna.
Sólo un grupo de roedores, habitantes de sus entrañas, y dos docenas de pequeños murciélagos, que revolotearon asustados de aquí para allá bajo los cielos encapotados y entristecidos, parecieron dar, con sus chillidos estridentes en el sepulcral silencio del cercano valle, un último y sentido adiós a la bermeja joya de Ibn Zamrak.
Francisco José Segovia Ramos -Granada-
Publicado en el Ayuntamiento de Granada
No hay comentarios:
Publicar un comentario