Estábamos encerrados. Aunque algunos dijeran que no, ésa era la realidad. Ciertas noches soñábamos estar libres, que quienes decían que no era cierto que estuviéramos encerrados tuviesen razón. Pero al despertar era evidente que sí, que estábamos encerrados y lo hicieron para matarnos. De a uno, de a varios, de a multitudes. La realidad nos despertaba cada día con los sordos gritos de quienes mataban y de quienes morían. Y la música, la música cambiante, la música dolorosa que sonaba, lacerándonos.
─Elige tu música favorita ─me dijo el verdugo mi último día─. Te mataré en cuanto tus lágrimas denoten que te da placer escucharla. Y si no lloras, no importa: te mataré igual ─sonrió.
Héctor Ranea -Argentina-
Publicado en la revista Ficciones Argentinas
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