Aún no hace ni un año que descubrí la poesía. Fue un hecho azaroso, fortuito, el que me llevó a encontrarme cara a cara con tan bello arte y a aparcar la opaca venda de prejuicios que me hacían rechazar tan hermosas obras, que hasta aquel entonces yo tenía como hermanas menores de la prosa, género que siempre he preferido. Pero por fortuna hubo un día en que desperté de mi error. Entonces me sentí maravillado, gratamente sorprendido por el nuevo mundo que se abría a mis ojos. No puedo decir que sea mejor ni peor que la prosa; ése sería un error tan grave, una actitud tan absurda, como el prejuicio que durante tanto tiempo me impidió tomar contacto con la poesía.
Son dos artes preciosas, diferentes, pero ambas un regalo para el alma. Si la narrativa relata historias donde aparecen reflejadas todas nuestras preocupaciones, e incluso a través de ella se denuncian abusos de poder y luchas por los derechos sociales, ello mismo no deja de ser válido para la poesía. Pero la poesía va incluso más allá; pues en ella la pluma se desliza más sutilmente, con mayor gracia, acaso como una bailarina que con elegantes movimientos recorre la pista al compás que dicta la música, esa dulce melodía que son los sentimientos, los latidos del corazón, esas ardientes pasiones capaces de conmovernos y arrancarnos una sonrisa o una lágrima, sea de dolor o de ternura. Ésa es la melodía que sigue la pluma del poeta cuando danza a través del lienzo y lo impregna de hermosos versos, de esas deliciosas palabras que para muchos son un misterio.
Desde que cedió la suave tela que me entorpecía la vista he tenido la oportunidad de disfrutar de grandes poetas, y ahora en mis lecturas la poesía y la prosa se alternan como buenas hermanas, tras mi afortunado hallazgo, e incluso ahora, cuando encuentro gente que adolece del mismo prejuicio que tuve durante tanto tiempo, trato de quitarles esa venda. Yo mismo debería haberla perdido mucho antes, pues es un gran bálsamo contra los males del espíritu, acaso porque en cada estrofa, en cada metáfora, el autor vuelque todas sus angustias y sus más fervorosos anhelos, y allí podamos vernos a nosotros mismos cual en un espejo. Ese amor frustrado, ese deseo consumado; el beso de unos labios sedientos que beben ávidos de los labios que los besan; unos ojos que se buscan para al instante apagar la mirada y entregarse al desatado frenesí de los cuerpos incendiados, dos volcanes que se abrasan por dentro, que sólo recobrarán la calma cuando se desborden y se confundan sus lavas, pero que, a pesar de que se apacigüe su fuego, mantengan intacta la llama.
JAVIER GARCÍA SÁNCHEZ
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