La costa argentina definitivamente no es la uruguaya. Tampoco es la brasilera. Mucho menos la del Caribe. No tiene la calidez celeste de está última, ni las arenas blancas de los cariocas, ni las postales de sol poniéndose detrás del mar de las uruguayas.
Son playas simples, del Atlántico Sur, son argentinas. Las más ventosas. Sus aguas por lo menos son cálidas, con un gusto dulzón a Río de la Plata que se deja meter entre marrones cuando el viento viene cambiado.
Sin embargo, yo no las cambio por nada del mundo. Son como las sierras de Córdoba, tan argentinas que da placer estar allí. Si uno las sabe recorrer entiende que Santa Teresita es para la juventud con poca plata y cachondeo, San Bernardo para la juventud con mucha plata e histeria, San Clemente para los jubilados y chicos de última hora. Mar de Ajó para los sindicatos, Mar de Tuyú para la clase baja digna y en el medio queda lo mejor. Costa del Este, un remedo de Cariló pero recién nacido, con sus casas imponentes y sus chalets de esnobs, Aguas Verdes con su única playa nudista, Mar Azul que jamás se anima a ser San Bernardo pero quiere, y la Lucila…. La Lucila, ese enclave mágico donde todo es posible, mezcla rara de La Paloma con Piriápolis, de Valeria del Mar con Santa Clara. Aguas cálidas, playas desoladas, muchos intelectuales y un cine digno, único refugio de los diluvios de verano.
Llegamos con la carpa y nos instalamos donde se nos antoja. Hay días de daiquiris y paradores con música moderna, los hay de siestas maravillosas, de lunas gigantes, de paseos entre los bosques y de caminatas interminables.
Alguna de esos jornadas, al menos seis o siete, el mar parece que muriese. Se convierte en una sopa cálida y verde que nos rodea. Y es en esas fechas que yo aprovecho y nado profundo. A veces llevo a mis hijas a flotar conmigo en la paz que da saberse protegido por la banderilla celeste y las olas que no existen.
Esos días, pocos en realidad, que se me cuelan entre partidos de tejos, libros en la hamaca y mates con bizcochos, son un placer descomunal. A mi hijo chiquito lo dejo en el borde. He intentado todo pero él, del borde no pasa. Y como no quiero forzarlo, seguramente en unos años estará conmigo mar adentro. Por ahora, es terreno de arenas bajitas y caracolas inocuas.
Una mañana le digo a la familia que voy a nadar hasta África, y todos acostumbrados a mis baladronadas asienten con complicidad. Y me meto. Estamos en La Lucila Norte, playas extensas, sin gente, con médanos de arena casi blanca y olas que invitan al placer.
Dos cuadras adentro y entre la sal y el agua mi cuerpo era otro. Me mecía con las piernas a flote sabiendo que nada me pasaría. Hasta que algo roza mi pierna. Mi primera reacción es la de rechazo, un agua viva, pienso y retiro la pierna. Pero al minuto esa bolsa de carne vuelve a mí como queriendo darme un mensaje. Luego de varios minutos, me zambullo y buceo para ver el origen de mi desagrado. Como a dos metros de mí lo veo. Un bebé, completamente muerto, vestido enteramente de blanco, con collares de flores en su cuello, y ojos cerrados mirando la eternidad. Salgo del agua espantado y casi sin aire. No sé qué hacer, si dar parte a la policía, a mi familia o quedarme callado.
Me vuelvo a zambullir y veo a un angelito, con sus cabellos rubios flotando en el mar, con calma, las palmas de la mano vueltas al cielo y su vestido vaporoso mecido al vaivén de las caracolas. Todo parece ser un extraño rito umbanda, es un niño muerto con su alma lejos, muy lejos de allí.
Tomo mi toalla y me seco sin decirle nada a nadie. La tarde transcurre entre pirámides humanas que hacemos con amigos en medio de carcajadas y de vez en cuando mi ceño fruncido por el espectáculo terrible y maravilloso que había presenciado.
A la noche, mientras preparo el fuego del asado decido volver a esa playa, sin que nadie lo sepa. Como por magia a la tercera zambullida lo encuentro y los saco de su catafalco de agua. Con él entre mis brazos me siento en la playa y lo acuno como si fuera mi hija, mi hija Lucía que se fue para nunca más volver. Lo balanceo y lo acaricio como esa otra hija que alguna vez quise tener y mi cobardía no quiso. No le abrí los ojos. Supe su color, que era el de mi alma. Junté unos juncos de la playa y la volví a poner sobre la cuna improvisada mientras el bebe de las aguas se perdía entre las olas.
Y me volví con lágrimas en los ojos. El humo del asado era grande. Como mi pena.
Carlos Alejandro Nahas
Publicado en la revista Todas las Artes Argentina
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