Gran parte de la muralla está completa, aunque falta lo esencial. Un general expuso su punto de vista pasándose de la raya. Al principio lo dejé para entender hasta dónde quería llegar, luego lo hice arrestar. Mi ayudante, mientras me servía café, notó muy bien que él no decía nada descabellado, solo hizo algo incorrecto, que fue insultar mi inteligencia. Lo miré con furia, pero me sonrió para quitarme ese gesto.
—La muralla estará lista antes de la Luna llena, Sire —me dijo—. El general quiso atribuirse el honor de colocar él el último ladrillo, pero ya está acomodado. No tiene de qué preocuparse.
—Te dije que no me llamaras Sire —mi furia estaba creciendo—. No tengo vanidad de noble. Sólo quiero evitar que la Luna nos llene el recinto de lobos.
—No quiero molestarlo, Mylord, pero es usted la manada de lobos que asola la región.
—Eso dijo el general y le costó la cárcel.
—Pero es verdad. Es inútil que encierre a la ciudad para evitar los lobos si su monarca es el lobo.
—No sé por qué aún no te encierro —dije, en medio de una creciente pena.
—Tal vez porque soy tu hijo —no bien lo dijo me sobresalté.
Siempre lo supe, pero el eco de sus palabras me hizo pegar un respingo. No pude contestar eso. Sentí dos lágrimas bajar por mi rostro.
—Afuera, la Luna está por surgir —dijo mi hijo y ayudante—. El muro no ha sido terminado, con todo este asunto del general díscolo —concluyó.
Mi silencio provocó un duro giro en la conversación. Las lágrimas mojaban mi hocico cabizbajo. Vi con el rabillo del ojo que él se me acercaba, acarició mis mandíbulas gigantes, me palmeó el lomo. Aullé una orden ininteligible. Él lloró conmigo mientras de entre las ropas sacó una daga de oro y plata. La sangre es apenas un poco más caliente que las lágrimas que mi hijo vierte y me mojan el cuello.
Héctor Ranea
Publicado en el blog brevesnotanbreves
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Hace 9 horas
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