jueves, 20 de julio de 2017

EL PROMETEO RENACENTISTA


En las colinas de Fiesole, un rayo golpeó la barra de hierro donde el maestro y yo habíamos apoyado al desdichado Meuccio, su cabeza en contacto con el metal. El cuerpo del muchacho, quebrado tras el accidente con la máquina voladora, se sacudió con el impacto. Nos acercamos, le desabrochamos el yelmo, y enseguida nos asaltó el tufo a quemado. En el interior del casco, una huella circular marcaba el lugar por donde el alma había penetrado quedando, a nuestros pies, el cadáver de un joven Ícaro.
Ya en el carromato, volvimos a colocarle el yelmo al caballero mecánico con el que Leonardo había
asombrado al mismísimo Ludovico Sforza de Milán.
—¿Es todo? —la armadura no se movía.
—Tan solo un pequeño empujón, “spagnuolo”, un recordatorio.
Frotó vigorosamente el índice contra la camisa y luego lo acercó a la huella negra del yelmo. Lamiendo la armadura, un delgado rayo azulado chasqueó desde la punta del dedo y, al momento, los engranajes comenzaron a girar. Con un lamento que emanaba desde lo más hondo, el caballero,
levantando los brazos, se incorporó de repente. Caí hacia atrás mientras el autómata se lanzaba hacia adelante arrastrando con él al maestro. El terrible lamento no cesaba.
—¡Somos nosotros, detente! —grité sin éxito—. ¡Lo estás asfixiando!
Con todas mis fuerzas, golpeé el casco hasta que se desprendió, solo entonces el caballero mecánico se detuvo.
—Rápido —dijo Leonardo sofocado—. Se levantó y sacó un cuchillo del cinturón.
—¡No! ¡Es su alma!
Sin escucharme, cogió el yelmo y rascó la huella hasta que el círculo quedó roto.
—No era Meuccio, Ferrando. Era un demonio —respondió. Estaba fuera de sí.
Volvimos a Florencia en silencio. No sé si el arrebato que asaltó al maestro fue de locura o de lucidez, yo tan solo había visto a un ser perdido, ciego y sordo.

Iván Mayayo Martínez (España)
Publicado en la revista digital Minatura 155

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