Rosa nunca estuvo muy bien de sus facultades mentales. Su inquietud por la escultura era obsesiva. Pasaba horas en su estudio leyendo libros dedicados a esta materia. Visitaba todas las exposiciones que se celebraban en cualquier parte del mundo. La última vez que la vi estaba preparando un viaje a Berlín, ciudad en la que decidió quedarse definitivamente.
Al principio de residir allí me escribía a menudo, pero después fue alejando sus cartas a tal punto que hubo un momento en que no supe más de ella. Lo último que me contó fue que se había casado con un hombre que tenía una situación económica bastante desahogada. Se dedicaba a rescatar obras de
arte las cuales se exhibían y vendían en su propia casa donde tenía una especie de museo.
Me hablaba de las esculturas y cuadros de pintores muy conocidos, así como de las personas importantes que les visitaban a menudo, que no eran otra cosa que coleccionistas de arte. Todas las piezas que allí tenían eran maravillosas, pero la que más la atraía, era una estatua del Ángel Caído. Creo que estaba obsesionada con ella.
Me sorprendió mucho recibir su carta en la que me contaba que su marido había fallecido repentinamente. Casi me suplicaba que fuera a verla para que la ayudara a resolver algunos asuntos que tenía pendientes.
Tuve mis dudas, pero finalmente accedí a lo que me pedía. Tomé el primer avión que pude y viajé a Berlín.
Cuando estuve frente a la puerta de su casa situada en una barriada aristocrática de la ciudad, me sorprendió que la misma estuviera abierta, cosa que me extrañó sobremanera, teniendo en cuenta la época en que vivíamos y considerando el valor de las piezas que sus moradoras poseían. Subí las
escaleras que me llevaron al salón con un poco de temor. Me impresionaba mucho el silencio que me rodeaba. No me fue difícil divisar la estatua del Ángel Caído ya que era la única pieza en medio de la habitación, pero lo que si fue impresionante para mí, a tal extremo que hizo estremecer todo mi cuerpo, fue ver a mi amiga sentada al lado de la estatua, a cuyos pies yacía el esqueleto de un hombre, que no dudé un instante había sido el cuerpo de su marido.
Recordé los versos de “El paraíso perdido”, de John Milton, en los que está inspirada la escultura: “por su orgullo cae arrojado del cielo con toda su hueste de ángeles rebeldes para no volver a él jamás.”
Llamé a la policía que se presentó en corto tiempo. Rosa no pronunció una sola palabra. Entre dos hombres la llevaron a la ambulancia que esperaba en la calle. La ingresaron en un sanatorio donde permanece aún. Yo la visito una vez al año, cuando voy de vacaciones a Berlín, a visitar el museo donde puedo contemplar la estatua del Ángel Caído por la que me siento profundamente
atraída.
María Manuela Septién Alfonso. -España-
Publicado en la revista Oriflama 24
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