Era un bardo sombrío que chapuceaba endechas chillonas; un vate egoísta, ególatra y aguachento que diluía palabras muertas en ecos que no las repetían. Una tarde, un terco tordo tartamudeó un trino atávico sobre su techo. El pálido trovador, poseído por pretendidas, profusas y pérfidas pasiones, siguió con sus ojos el derrotero que el ave dibujaba en el espacio, flameando en un periplo de indecible actitud, y creyéndose un dios, quiso improvisar un poema. Abrió la boca para lanzar al aire una égloga inmortal como la envidia o una bucólica inolvidable como un salpullido negro o un romance idílico como el almíbar de la rosa más dulce del jardín más delicado, o un singular soneto sesudo que estrujase las tristes ideas del mundo o un romance moro que se repitiera en las romerías o una cuarteta romántica con pasión y entrega o una tercina ilustre o, al menos, un madrigal claro y sentencioso. Buscó las mejores palabras de su acerbo, sabiendo que el ave que ondulaba el aire las escucharía. Con el esfuerzo constipado probó abordar ideas que engordaran sus palabras con la emoción repentina. Pero no acudió a él ni la más pobre sílaba; no hubo ningún sonido que se aproximase a su garganta. Permaneció en silencio largo rato con la boca abierta. Cansado y aburrido, el tordo dejó caer en ella su mejor opinión.
RICARDO RUBIO
Publicado en el blog ricardorubio.fullblog
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