Los hechos sucedieron durante un viaje a un poblado fronterizo aislado en un país del sudeste asiático.
Llegamos a un pueblecito, se veía muy poca gente, por el aspecto y las condiciones higiénicas quedaba claro que los habitantes eran muy pobres y que allí solo vivían mujeres, personas de mucha edad, casi se podría decir que eran prácticamente ancianitas.
Eran las únicas habitantes del pueblo, que al parecer se encargaban de cuidar a los pobres niños pequeños, delgaditos y sin zapatos y a las niñas que eran muy chiquititas estaban todos vestidas con andrajos. No tendrían más de 3 años.
Nosotros les dimos absolutamente toda la comida que llevábamos para paliar en lo posible su necesidad de alimentos.
Hablando con las mujeres, nos dijeron que llevaban tiempo esperando a que los padres de los niños llegaran pronto en un tren, de esos que se van tan grandes volviendo de la capital a donde fueron a ver, si para sus hijos pequeños, alguien les podía dar o enviar algo de comer.
A menudo, al volver de ese mismo viaje tiempo atrás, habían vuelto con las manos vacías y sin tener nada con que alimentarse, ni los adultos ni los niños.
Al poblado, un par de veces al mes llegaba algún matrimonio europeo o americano, buscando a los padres para comprar (ellas nos decían adoptar) a algún niño o alguna niña e incluso a varios a la vez.
Los visitantes repartían algunas monedas para ganarse el apoyo de la gente que allí había y acordaban entre ambas partes, los niños que se podían llevar en adopción para que allí no sufrieran, pues sin comer enfermaban y en pocos días se morían.
Era una estampa terrible ver los pobres nativos, los padres y las madres, dejándose comprar por unos billetes y aceptando como una limosna de unas monedas a cambio de alguno o varios de sus hijos, para así poder alimentar y sacar adelante a los que se quedaban en el poblado, que ya estaban en un estado de salud deprimente y lamentable.
Tal parecía que aquellos nativos hacían negocio todo el año, vendiendo a los niños más pequeños que cada vez que nos veían nos tendían sus manitas y nos susurraban frases lastimosas que no entendíamos, para conseguir alimentos o cualquier otra cosa que llevarse a la boca.
Pero un día contemplé una escena distinta o no habitual que me llegó al corazón.
Una mujer extranjera que el día anterior ya se había llevado a un niño y a una niña, insistió en llevarse especialmente a otra de las niñas y los adultos del lugar le insistían en que no, que a aquella niña no se la podían llevar.
La mujer les insistía para presionarlos, ofreciéndoles más y más dinero para convencerlos y que se la entregaran.
Pero los nativos no aceptaron de ninguna manera y aquella mujer se fue de allí muy malhumorada porque aquella vez, su capricho no lo había podido cumplir.
Cuando se fue la mujer del poblado y por curiosidad les pregunté a varios adultos porqué le habían dicho que no se podían llevar a la niña.
Y me respondieron que a aquella niña no, que ella ya era feliz porque tenía a sus padres y no era necesario buscarle otros.
Que no lo hacían por dinero solamente.
Y es que solo entregaban en adopción a los niños pequeños que estaban huérfanos de padre y madre porque si no, hacerlo sería un pecado y ellos no querían pecar.
Solo queremos, dijeron, que estos niños que estan solos, logren la felicidad.
Antonio Jurado (España)
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