jueves, 9 de mayo de 2013

ERA UNA SIERRA DE ABRIR CRÁNEOS, DE ESAS QUE OSCILAN A ENORMES VELOCIDADES


Lo supe de inmediato porque yo fui médico forense y tuve que asistir a innumerables necropsias. Algunas veces había manipulado la sierra imaginándola gato tembloroso a punto de escapar, olido el polvo caliente de los huesos.

Ahora estaban apretando una sierra como aquellas contra mi pecho. No sabían que sólo corta en lo firme; pero el terror de todas formas, la insoportable sensación de que me masticaban la piel, de que en un rato, si erosionaba lo suficiente, podía llegar al esternón y entonces sí, el baúl abierto llenándose de sangre, los pulmones implotando, el corazón caballo en epilepsia.

Más horrible aún no poder moverme, ni gritar; de seguro hubiera dado un grito terremótico hasta borrarlos del mapa.

No eran ataduras físicas, al menos no imaginaba cuerdas en las muñecas ni otra cosa que el pecho, pecho y sensaciones de dos o tres sujetos empeñados en desmenuzarme.

Por qué no usaban un cuchillo, por qué no me degollaban para después terminar su tarea tranquilamente.

El sentido de la visión no estuvo en mis cálculos, no había otro entorno que el pecho, oleaje encasquillado, y el miedo como una hormona viva.

Pensé que alguien llegaría en mi auxilio, quizás el equipo de levantamiento de pesas del preuniversitario, Mejías, Brutau; o los vecinos de lucha libre, separados por la calle 184, tan amigos.

Pero por dónde iban a llegar a un sitio sin coordenadas, al magma sin contornos de mi cerebro.

Hubo un momento en que supuse la playita cercana al comedor de la escuela, las muchachas de gimnasia moderna con sus bikinis de adivina lo que escondo. Si lograba visualizarlas, saber el nombre de cada nalgatorio, ya no sierra, no yo abierto como una res de sombras.

Sin embargo no había antes ni después. Siempre la hoja mordedura con sus tres mil oscilaciones por segundo, un segundo interminable.

Sabía de antemano que no iba a morirme. Iba a ser como la vez del naufragio en la laguna de Asiento Viejo y el cocodrilo tragándome, o la otra de la caída al vacío, ciudad tras ciudad incrustada en la pared de rocas y yo cayendo algodonoso, voceando pájaros sin alas, ajeno a los arribas y los abajos.

Lo peor era no morirse, porque de seguro estaba en el infierno, y cuáles atrocidades tendría que pagar.

Y qué tal si olvidaba la sierra humeante. Qué tal a acaballo rumbo al río, al galope entre los cañaverales aprovechando que nadie podía verme y correr con el chisme a mi madre.

Lo intenté, sin embargo el caballo estaba tieso con el bozal que yo mismo había olvidado quitarle, asfixiado por culpa mía, y los buitres sacándole los ojos.

De repente localicé mi cabeza e intenté zarandearla. Al inicio era una montaña, pero fui dándole impulso a uno y otro lado, sintiéndome la boca abierta, el grito en el gatillo. Me costaba mucho pero no cesaba en el intento y la inercia fue acumulándose hasta que se disparó el alarido asolador, ráfaga continua, yo en la cama bañado de sudor y mi mujer con el José, José, qué te pasa; vírate de lado para que no sueñes.

PASTOR AGUIAR (Matanzas-Cuba)
Publicado en la revista Gaceta Virtual 75


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