La casa la hicimos con deseos de barro y piedra
tejada con sueños vírgenes a fuego lento
y vigas barnizadas con ternura pueril.
Por el bosque, bordeando la montaña de hielo,
caminábamos por el sendero cobijado
por buganvillas que campanilleaban secretos
al crujido de nuestros pies descalzos.
Nos mirábamos cómo si no nos viéramos,
transparentes, untados de betún celeste,
tan auténticos en nuestras carnes sin pliegues.
En el lago verdoso, en las mañanas esmeralda,
nos juntábamos en la orilla a soplar pétalos
de flores malva hasta el confín del movedizo horizonte;
las aguas gorgoriteaban mansos estribillos
en ondas que se expandían inmensas
hasta que se recluían silentes en el fondo.
Con pocas palabras nos decíamos que, sumergiéndonos,
nos tornaríamos glaucos y témpanos fríos
y tocaríamos al enorme rey de los batracios
sentado sobre su trono de conchas verdemar
y su cohorte de ninfas de cola sinuosa y punzante.
Casi todas las noches, menos cuando se hacían níveas,
descorríamos el telón para contar puntas de estrellas,
tú ganabas porque yo terminaba riendo
con las cosquillas del aliento de la luna
hasta que descubrí que te maquillabas con lluvia roja
y tu cutis se ocultaba de todos los vientos.
Sabíamos lo esencial y por ello nos amábamos,
inexpertos, dueños de tan corto pasado,
y viviendo a diario el futuro.
Tras el cambiante horizonte del lago verdoso,
en los días más claros de las primaveras,
intuíamos la bola de sebo de la ciudad
asomando su chepa con saltitos insistentes;
nos sentíamos tristes unos instantes,
desesperados en un lapsus que iniciaba torrente,
hasta que emergían las aletas de los vértices
de todas las estrellas que contábamos
y soliviantaban oleaje en el límite impreciso.
MANUEL JESÚS GONZÁLEZ CARRASCO -Madrid-
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