sábado, 8 de julio de 2017

TREINTA Y DOS


- El treinta y dos – dijo mi mujer – vale, de acuerdo - Y colgó el teléfono – Los chicos llegarán el treinta y dos – Anunció después. Yo no había acabado de despertarme. Ella había contestado. – ¡Qué horas de llamar! Será una equivocación, pensé, y seguí durmiendo. Y entre sueños escuché de nuevo la cifra: treinta y dos. Y una llegada de mis hijos que asociada a aquel número, no terminaba de comprender. - ¿Estás segura? –, pregunté - ¿Has dicho el treinta y dos, o es qué estaba soñando? – Claro, claro, el treinta y dos – pronunció la cifra, entrecortada por un gran bostezo – No puede ser, los meses tienen, como máximo treinta y un días – No parecía haberme escuchado. Al poco rato, roncaba a mi lado. Cuando despierte le diré que compruebe bien la fecha. ¡Treinta y dos! ¡Qué tontería! - Sí, una tontería, pero ha conseguido desvelarme - pensé en voz alta – Lo guardaré en mis botes – decidí. ¿Saben? poseo un habitáculo repleto de estantes y botes. En esos botes guardo mis sueños, las cosas extrañas que me suceden en los mismos. También mis anhelos, mis ilusiones. Nadie conoce ese lugar. Lo visito, en una especie de sonambulismo onírico, tan sólo cuando tengo algo que aportar a mi archivo, a mi colección de irrealidades. Ese día había sentido, no sé porqué, la necesidad de curiosear en alguna de ellas. Antes, había tapado con cuidado el bote después de introducir el treinta y dos en él. Debería de ponerle etiquetas a los botes, pero… ¡soy tan perezoso! Abrí uno al azar y ¿qué contenía? ¡Ah! Un partido de tenis. Sueño de drives demoledores y reveses imposibles. Cerré el bote con una cierta nostalgia. Hacía ya tiempo que no jugaba al tenis. Lo cierto es que me había vuelto un ser sedentario y odioso. Tapé con rabia el bote. Con tanta rabia que cedió el estante y cayeron al suelo todos los demás. Se abrieron algunos. Se liberaron sus contenidos en una ensoñación caótica e incontrolable: afanes de novias primerizas se fusionaron con dragones de siete cabezas. Órdenes de la mili con el recuerdo del nacimiento de mi primer hijo. Las ocurrencias más absurdas en un cambalache de deseos, de realidades imposibles. Como una vez, en que decidí no soñar con nada. O soñar con la nada. Y desperté con una frase temblándome en los labios, impresionado por lo que había visto: un vacío espeluznante. Prefiero soñar. Hasta con que los meses tengan treinta y dos días. Y yo me pierda, soñando, en un día inexistente.

Paco Piquer
Publicado en Agitadoras revista cultural 84

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