El doctor limpió las lágrimas de sus ojos. Nunca más sería abandonado de una manera tan vil, así, como una mascota que un día hartó a su dueño.
El pequeño secreto que escondía en su sótano, le iba garantizar el tibio abrazo con el que su corazón siempre soñó. Él sabía que si alguien se enteraba de su colosal proyecto, su sueño terminaría reducido a cenizas.
Así que el único testigo de la creación de su obra maestra, fue su frío sótano.
Aunque en un principio parecía que llevar a cabo una idea de ese tipo llevaría mucho tiempo, el arduo
trabajo del doctor lo llevó a finalizar en poco menos de dos meses. En el momento en el que le dio el toque final a su creación, el corazón del galeno se encogió por unos segundos
¿Qué tal si algo había salido mal, y ella no era capaz ni de articular palabra alguna? O peor aún, ¿qué tal si ella lo rechazaba? Pero los temores del hombre de ciencia pronto se disiparon, al sentir el tibio roce de una mano antes cadavérica. Delgados labios morados de pronto se tornaron sonrosados de nuevo, invitando a ser besados con ternura.
Sí, él se había condenado desde el instante en el que por su mente cruzó por primera vez la descabellada idea de desafiar a la muerte de una forma tan brutal, sintiéndose superior a Dios. Pero eso ya no importaba. Su ciencia le había ayudado a desafiar algo más temible que el destino final de todo ser humano; esa soledad que desde siempre le había carcomido el alma.
Patricia J. Dorantes (México)
Publicado en la revista digital Minatura 155
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