lunes, 2 de mayo de 2016

BESO CREPUSCULAR


El atardecer caía lentamente. El sol poniente esparcía sus débiles y pálidos rayos sobre un cielo que se incendiaba, teñido de escarlata, de la ardiente sangre del astro que moría agonizante; que se despedía y abandonaba la tierra a las tinieblas, antes de renacer con el nuevo día. En el horizonte aún se dibujaba su silueta redonda, cada vez más pequeña y más difusa, más lejana, más agotada. Las altas montañas lo flanqueaban y lo custodiaban, pobladas por blancas nieves que sus latigazos no alcanzaban a derretir, y vigilaban su paulatina retirada, su marcha hacia el mundo de los sueños, para que la fría noche se expandiera por sus llanuras con sus gélidos vientos, y con ellos acariciara sus campos. Los dóciles sauces celebraban el acontecimiento y se balanceaban de un lado a otro con sus graciosos movimientos, cual bellas mujeres que se contorneaban seductoramente, recibiendo en sus ramas los deliciosos besos del aire, como los labios de sus amantes en medio de una danza lasciva.

Ellos contemplaban aquel espectáculo de la naturaleza sentados, unidas sus manos, mientras sus bocas callaban y sus mentes se entregaban a los recuerdos, cómo había empezado todo, cómo se habían encontrado sus almas en aquel baile pretérito, cómo sus labios habían hallado los labios que los saciaran, al tiempo que sus pupilas brillaban y resplandecían ante la dicha de haberse conocido; sus corazones latían desbocados, presos del fuego que se había prendido, felices por poder compartir sus cuerpos, por poder ser los dos uno.

Absortos en la imagen que les ofrecía el firmamento purpúreo, rememoraban aquellos días. Se miraban de nuevo a los ojos con la ternura del principio,  mientras la noche se precipitaba paulatinamente y empezaba a confundirlos en medio de las sombras. Ya se dibujaban en el ancho cielo los astros; sus rostros apenas se distinguían en medio de la oscuridad que les ofrecía cómplice aquella noche sin luna. Se servían de la imaginación para descifrar sus facciones, la curvatura de los pómulos, las comisuras de una boca donde súbitamente aparecía una sonrisa, los ojos de hechizante mirada, las finas y aterciopeladas manos que él tanto gustaba tocar. De repente llevó una al cabello de ella y empezó a mesarle la larga y oscura melena de rebeldes rizos, mientras la otra se acercó ceremoniosamente a su mejilla, esa mejilla tostada, acaramelada, sedosa. Casi podía ver sus pardas pupilas que tanto le embriagaban cuando acercó su rostro al de ella, tomándola delicadamente de la barbilla, y volvieron a fundirse sus labios. Besos prolongados, insaciables, de dos bocas que se buscaban ávidas, de dos lenguas que se devoraban codiciosas, acompañadas por placenteros gemidos.

JAVIER GARCÍA SÁNCHEZ

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